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El momento de la acción política

Luiz Inácio Lula da Silva  

El ritmo de recuperación de la economía global, aún lento, y su fuerte costo social, particularmente en los países desarrollados, requieren un valiente cambio de actitud. A menos que se identifiquen claramente las raíces de la crisis de 2008 -que sigue con nosotros en muchos sentidos-,

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Luiz Inácio Lula da Silva  

El ritmo de recuperación de la economía global, aún lento, y su fuerte costo social, particularmente en los países desarrollados, requieren un valiente cambio de actitud. A menos que se identifiquen claramente las raíces de la crisis de 2008 -que sigue con nosotros en muchos sentidos-, será difícil que los líderes políticos y los organismos internacionales hagan lo que es necesario para superarla.

La verdad es que el 15 de septiembre de 2008, cuando el banco Lehman Brothers se declaró en quiebra, el mundo no solo se precipitó a la crisis financiera más grande desde el desplome de la bolsa de valores de Nueva York en 1929, sino que también entró en una crisis de paradigma. Las gigantescas inyecciones de fondos públicos evitaron que otros grandes bancos de inversión en Estados Unidos y Europa corrieran la misma suerte de Lehman. Se hizo evidente que la avería no era algo aislado sino que era sistémica. El problema no se limitó a esta o aquella otra institución financiera. Más bien fue una falla más grande del sistema económico -y político- dominante en los años recientes. Es un modelo basado en la absurda idea de que el mercado no necesita estar sujeto a reglas, de que cualquier tipo de monitoreo o supervisión es perjudicial y que los gobiernos no tienen nada que hacer en la economía; excepto, claro está, cuando el mercado se enfrenta a una crisis.

Según este paradigma, el Gobierno transfiere la autoridad democrática que surge del voto popular -por ende, su responsabilidad moral y política ante los ciudadanos- a los técnicos y dependencias cuya tarea principal es permitir el libre flujo del capital especulativo. Cinco años de crisis financiera han transcurrido, con graves daños económicos y profundo sufrimiento personal, y no ha sido suficiente para reconsiderar este sistema. Por desgracia, muchos países todavía no han podido romper los dogmas que permitieron el divorcio entre la economía real y la economía del dinero ficticio, así como el círculo vicioso de bajo crecimiento, alto desempleo y mayor concentración de la riqueza en manos de unos cuantos.

Los mercados financieros se han expandido a un ritmo vertiginoso, sin un aumento simultáneo en la creación de bienes y servicios.

Entre 1980 y 2006, el producto interno bruto mundial creció un 314 por ciento, mientras que la riqueza financiera aumentó en un 1.291 por ciento, según el Instituto Global McKinsey y el Fondo Monetario Internacional, sin incluir los derivados. En ese mismo período, con base en cifras del Banco Mundial, los bienes financieros no derivados totalizaron 200 billones de dólares en todo el mundo, comparado con 674 billones en derivados. En los países ricos, los períodos de mayor progreso económico, social y político del siglo XX no coincidieron con eras de reticencia gubernamental o de voluntad política atrofiada. El presidente Franklin Roosevelt tomó la decisión política de intervenir enérgicamente en la economía estadounidense después de que fuera devastada por la crisis de 1929, regulando el sistema financiero y contribuyendo a fomentar la inversión productiva, el gasto destinado al consumo y la creación de empleos.

El plan Marshall en Europa, financiado por el Gobierno estadounidense, tuvo motivaciones geopolíticas, pero también fue el reconocimiento de que Estados Unidos no era una isla y no podía seguir prosperando en un mundo empobrecido. Durante más de 30 años en Europa y en Estados Unidos el “welfare state” no fue solo el resultado del desarrollo, sino su motor. En los últimos años, políticas neoliberales extremistas han causado un fuerte retroceso. De 2002 a 2007, en Estados Unidos, el 1 por ciento de la población más rica absorbió el 65 por ciento del aumento de los ingresos. En casi todos los países desarrollados creció el número de pobres. La tasa de desempleo en Europa llegó a más del 12 por ciento y, en Estados Unidos, en su peor momento, fue superior al 10 por ciento.

El brutal ajuste impuesto a la mayoría de los países europeos -el llamado “austericidio”- está retrasando innecesariamente una solución a la crisis. El Viejo Continente necesita un crecimiento vigoroso para recuperarse de las profundas pérdidas de los últimos cinco años.

Algunos países europeos parecen estar saliendo de la recesión, pero la recuperación será mucho más lenta y dolorosa debido a las políticas de austeridad establecidas. Más allá de los sacrificios de los pueblos europeos, este camino también ha lesionado a las economías que lograron resistir creativamente las rupturas de 2008, incluida la de Estados Unidos, la del grupo BRICS y la mayoría de los países en vías de desarrollo. El mundo no necesita ni debe seguir ese camino, que implica un enorme costo humano y considerables riesgos políticos.

La drástica pérdida de derechos laborales y sociales, salarios espectacularmente más bajos y un alto índice de desempleo crean un ambiente peligrosamente inestable en las sociedades democráticas.

Este es el momento de revivir el papel de la política en la economía global. Apegarse a un paradigma económico fallido es también una decisión política, que transfiere los costos de la especulación financiera a los pobres, a los trabajadores y a la clase media. La solución de la crisis actual podría ser más rápida en lo económico y más justa en lo social. Para que eso suceda, los líderes políticos deben demostrar la misma audacia y visión del futuro que prevalecieron en el “New Deal” de Roosevelt en la década de 1930 y después de la Segunda Guerra Mundial. Los Estados Unidos del presidente Barack Obama y el Japón del primer ministro Shinzo Abe están adoptando medidas poco ortodoxas para fomentar el crecimiento.

Eso es importante. Como también lo es que muchos países en desarrollo han invertido y siguen invirtiendo en la distribución de las riquezas como una estrategia para el progreso económico, apostándole a la inclusión social y al crecimiento del mercado interno.

El aumento del ingreso de las clases trabajadoras y un incremento responsable del crédito han preservado los empleos y neutralizado algunos de los efectos de la crisis financiera global en Brasil y otros países latinoamericanos. La inversión pública en infraestructura también ha sido esencial para mantener esas economías en alza. Sin embargo, esas medidas no bastarán para promover el crecimiento sustentable en todo el mundo. Debemos ir más allá, hacer más. Necesitamos un auténtico pacto global por el desarrollo y acciones coordinadas que impliquen a todos los países, inclusive a los europeos. Políticas gubernamentales bien articuladas en todo el mundo, que incrementen la inversión privada y pública, combatan la pobreza y las desigualdades, y creen empleos, podrían constituir el impulso inicial para que la rueda de la economía gire más rápidamente. Tales políticas fomentarían no solo el crecimiento económico sino también los buenos resultados fiscales, pues un crecimiento rápido ayuda a reducir el déficit público a mediano plazo. Para lograr eso es esencial que exista una coordinación entre las principales economías del mundo, con iniciativas más audaces del Grupo de los Veinte. Todos los países se beneficiarían de una estrategia conjunta, aumentando el flujo internacional de los negocios y evitando la vuelta al proteccionismo. Queda por explorar un largo camino de crecimiento global: en Asia, África y América Latina, integrar a millones de personas en la economía formal y el mercado de consumo por primera vez; y en las economías desarrolladas, revivir el poder adquisitivo del consumidor y elevar el nivel de vida de los trabajadores y la clase media. Juntas, esas medidas podrían ser un motor para aumentar la producción y las inversiones en muchos decenios por venir.

El Telégrafo, Ecuador, 25 de agosto de 2013.

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