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¿Cómo inventar un presidente?

Por Yolanda Reyes  

La explicación que atribuye la caída de popularidad de Santos a su negación del paro agrario no parece convincente en este país con tendencia a la evasión. A Uribe, que negó obsesivamente la existencia del conflicto armado y que solía llamar emigrantes a los desplazados, por no mencionar

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Por Yolanda Reyes  

La explicación que atribuye la caída de popularidad de Santos a su negación del paro agrario no parece convincente en este país con tendencia a la evasión. A Uribe, que negó obsesivamente la existencia del conflicto armado y que solía llamar emigrantes a los desplazados, por no mencionar su renuencia a aceptar los mal llamados ‘falsos positivos’, el país lo premió con su fervor en las encuestas. Por eso prefiero suscribir otra hipótesis de moda que asocia la baja de popularidad presidencial con lo que se denomina “falta de narrativa”. “No construyó una narrativa que atravesara su mandato e identificara su gestión”, afirmó la revista Semana.

Como algo sé de narrativa, me puse a pensar que si quisiera crear un rey o un presidente de ficción, jamás tomaría de modelo a Santos, por una sencilla razón: no hay una mínima coherencia entre lo que el personaje piensa y dice, y lo que hace. Y eso lleva a que el lector o el público o el pueblo –o como quiera que se llame– no le crea. O, para decirlo en un lenguaje narrativo, el personaje no resulta verosímil.

Ilustrémoslo con un ejemplo: para inventar un personaje presidente hay que esbozar ciertas líneas: ¿autoritario o demócrata; alto o bajo; liberal o conservador; de izquierda, de centro o de derecha; neoliberal, populista, alternativo…? Aunque uno crea en lo contradictorio y mutable de la condición humana, como se permite en toda narrativa, es necesario elegir ciertas tendencias, y las acciones del personaje deben tener alguna relación con las líneas de su carácter.

Examinemos ahora, con otro ejemplo, las relaciones causa-efecto que estructuran nudos narrativos: el personaje afronta una crisis de gobernabilidad severa que lleva al país al borde de la anarquía. La consecuencia de la crisis, a manera de escarmiento –como sucede en las narrativas palaciegas–, es solicitar la renuncia del gabinete ministerial y de los altos consejeros. Sin embargo, las renuncias masivas resultan ser meramente “protocolarias” y pese a que los índices de popularidad presidencial han bajado a la quinta parte, él saca del Gobierno a 5 de sus 15 ministros. (En realidad, saca solo a 3, como veremos enseguida.)

Y aquí viene lo más inverosímil: al Ministro del Interior, responsable directo de los desafueros vividos en el reino, lo saca del cargo y, como sanción ejemplarizante, lo manda ¡de embajador a España! Al Ministro de Minas, otro responsable de los paros actuales, a quien había tenido que rebajar a ese cargo por haber sido responsable de otra grave crisis ocurrida un año atrás, cuando se desempeñaba como ministro del Interior, lo premia con la embajada de Francia, país en donde también planea vivir su novia, una alta consejera palaciega, a quien el Presidente acepta la renuncia.

En cuanto al Ministro de Agricultura, el Presidente no le ofrece ninguna recompensa, pues no la merece por su responsabilidad en el paro agrario. Sin embargo, para recuperar la confianza de los campesinos, lo reemplaza por el antiguo gerente de Indupalma, una empresa cuyo sindicato de trabajadores ha sido prácticamente acabado por sustracción de materia: 6 presidentes han sido asesinados –4 de ellos durante la gerencia del nuevo ministro– y cerca de 100 trabajadores, “desaparecidos”.

Ese ministro, a quien se le asigna la tarea de convocar a los campesinos como agentes fundamentales para hacer un Pacto Nacional Agropecuario forma parte del nuevo equipo llamado ‘Gabinete para la Paz y la Unidad’, con el que el Presidente intenta dar un contundente golpe de opinión para recuperarse en las encuestas. Como personaje, coincidirán conmigo en que parece flojo. Y como Presidente, bueno… quizás le falta coherencia… ¡narrativa!

El Tiempo, Bogotá, 16 de septiembre de 2013.

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