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La disputa por la tierra en el siglo XXI

Por Aurelio Suárez Montoya  

En el libro Modelo agrícola colombiano y los alimentos en la globalización expuse que entre 1820 y 1950 el factor principal para la producción agropecuaria fue la tierra, basado en la colonización antioqueña, la expropiación de bienes de manos muertas y la disolución de resguardos,

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Por Aurelio Suárez Montoya  

En el libro Modelo agrícola colombiano y los alimentos en la globalización expuse que entre 1820 y 1950 el factor principal para la producción agropecuaria fue la tierra, basado en la colonización antioqueña, la expropiación de bienes de manos muertas y la disolución de resguardos,

todos desplegados con base en la gran hacienda.

Complementaria fue, desde comienzos del siglo XX, la expansión cafetera.

A partir de 1950 el uso intensivo del capital desarrolló la agricultura moderna y muchos propietarios fueron simultáneamente inversionistas. Era la Revolución Verde, con economía campesina minifundista, empresarios nacionales de varias capas y latifundios en ganadería extensiva.

Desde 1990, la apertura y el libre comercio borraron casi todo, desaparecieron cereales, oleaginosas y granos. El agro, apoyado en la productividad laboral, se resguardó en géneros tropicales y lechería, los cuales se encuentran ahora en fase terminal.
Después de cada período se deterioró la distribución de la tierra, una de las más inicuas del planeta: los más pequeños, de menos de 20 hectáreas, que son la mayoría, tienen el 9% de la superficie rural; los más grandes, de más de 500 hectáreas, que son un porcentaje ínfimo, poseen el 63%, y los intermedios, el 28%.

Entre tanto, en el norte del mundo se redujo la tierra de cultivo y se ha encarecido. En Estados Unidos, entre 1990 y 2010 los 2,2 millones de granjas pasaron de abarcar 987 millones de acres —en total— a 920 millones y, en consecuencia, el valor promedio del acre cultivable creció de US$1.500 a US$3.550 y en algunos lugares hasta a más de US$7.000. La factibilidad agrícola está amenazada.

En consonancia, el Banco Mundial estima que, entre 1990 y 2007, los países industrializados dejaron de cosechar, al año, 2,1 millones de hectáreas, mientras en los países en desarrollo aumentaron 5,5 millones anuales, y que para 2030 se requerirían 74 millones de nuevas hectáreas en los países del sur, para responder por la expansión recurrente y la reposición de las no cultivadas en el norte.

Por consiguiente, para las grandes compañías del agronegocio, y para el capital financiero que las apalanca, resulta imperioso arrojarse sobre África, Asia y América Latina en busca de tierras. Un estudio de Land Matrix Partnership registra, entre 2009 y 2012, 1.217 transacciones globales por 83 millones de hectáreas dentro de la ruta de acaparamiento. Destaca, igualmente, que buena parte de esas transacciones son especulativas, resultado lógico en un bien que va escaseando.

Colombia no es excepción. Grupos nacionales y extranjeros en la altillanura y otras regiones están en esa línea y, con la pretensión de hacerse a terrenos a menosprecio o inclusive a costo cero, pasan por encima de la legislación existente para tierras baldías, con fines sociales definidos desde 1961.

La disputa contemporánea por la tierra está regida por estas motivaciones y es evidente, pese a lo que digan voces gubernamentales, que no hay cabida para campesinos ni para medianos empresarios. Se ha sentenciado que “sin capital, no habrá tierra” y se establece como dogma que sin agricultura a gran escala no hay salvación, que las demás son inviables o se subordinan a ella.

En esa dirección se proyectan legislaciones que intentan legalizar la acumulación fraudulenta, lo cual, al final, hará más inequitativo el régimen de tierras en Colombia.

El Espectador, Bogotá, 12 de agosto de 2013.

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