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Nacional

Plaga en aguacates

Por Alfredo Molano Bravo  

La corrupción y la violencia de agentes de agentes de policía es ya proverbial. Son casos aislados, como se dice, pero son muchos y muy graves. Y tienen una larga tradición.

Durante los “años de la violencia”, policías y chulavitas eran nombres —y hombres— sinónimos. Hoy todo el mundo sabe

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Por Alfredo Molano Bravo  

La corrupción y la violencia de agentes de agentes de policía es ya proverbial. Son casos aislados, como se dice, pero son muchos y muy graves. Y tienen una larga tradición.

Durante los “años de la violencia”, policías y chulavitas eran nombres —y hombres— sinónimos. Hoy todo el mundo sabe

que un policía de Tránsito que pide papeles de propiedad del vehículo, de seguro obligatorio, de revisión mecánica y de gases, y que puede pedir extintor, conos, botiquín de primeros auxilios y hasta constatar la fecha de vencimiento del merthiolate y de las curitas, está buscando que le unten la mano. Y han adquirido maneras para hacerlo. Por ejemplo, “ya llamé la grúa”, dicen cuando el infractor ruega perdón “y —agregan sugerentes— hay que pagarla; cobra $200.000…”. Los puntos suspensivos son una cuenta. El conductor resuelve pagarla y dejar la plata con el agente para que arregle con la compañía de grúas. Otra modalidad: “Bueno, patrón, necesitamos gasolina para la moto, déjemela paga en la bomba aquella”, y señalan con el rabo del ojo. No sólo hay agentes corruptos en motocicleta. Los aguacates, como también llaman a los tombos de esquina —hoy de cuadrante—, los eternos enamorados de las empleadas domésticas, saben pasar cuentas a sus clientes por concepto de seguridad, una modalidad que encubre un delito que se está comiendo el país y que no es otra cosa que simple y llana extorsión. Más aún, hay casos en que la “seguridad” le es prestada al extorsionista de cuadra para que no lo roben. Son casos y no reglas, pero son, y la gente no denuncia porque más tarda el ingenuo denunciante en hacerlo que el polocho en saberlo.

A la corrupción se suma la violencia del Esmad, un cuerpo especializado en imponer el desorden cuando de manifestaciones se trata. La estrategia es simple: una unidad le da un golpecito con su “bastón” a un manifestante y se arma el tropel. De ahí al desmán, al vandalismo, a la “desadaptación” —palabras del intrépido general Palomino— no hay sino un paso. Un viejo truco. El país lo vio en los paros agrarios y campesinos —que no son los mismos—. El Esmad ataca sin piedad, siembra el desorden para obligar a la gente a desbandarse y ahí comienza el terror. Los casos de ataque a manifestaciones de protesta son muchos: Pompeya, Meta; Bucaramanga; Tunja; resguardo La María, Cauca; Irra, Risaralda; Piedecuesta; Facatativá; Manizales; Villavicencio, y los casos más graves con muertos, que sin duda quedarán impunes en Tibú, Norte de Santander y Mojarras, Cauca. Hechos todos acompañados de videos que sirvieron para denunciar la brutalidad policial en concejos, asambleas, en la Cámara de Representantes y hasta en Naciones Unidas.

La opinión pública no puede olvidar —ni dejar de vigilar los procesos abiertos— el asesinato del grafitero que tiene a dos altos oficiales de policía en la cárcel y el reciente caso del Nigth Club, donde la “seguridad” del dueño del establecimiento no dejó salir a sus clientes bloqueando la única puerta de salida y la “seguridad” pública botó una bomba, de quién sabe qué, por debajo de la puerta, para quién sabe qué reacción provocar en la gente. Todo por investigar, es cierto, pero la denuncia hecha por unos “pelagatos”, como llama un general de la del tiempo.

El Espectador, Bogotá, 21 de 2013.

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