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Volver a La Macarena

Por Alfredo Molano Bravo  

Hace 25 años llegué por primera vez a La Macarena, un pueblito con pista y río. Viajé desde San José del Guaviare en una canoa con motor de 30 caballos. Un día entero navegando río arriba.

Al comienzo todo fue emoción, la selva siempre es excitante, transmite una vibración

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Por Alfredo Molano Bravo  

Hace 25 años llegué por primera vez a La Macarena, un pueblito con pista y río. Viajé desde San José del Guaviare en una canoa con motor de 30 caballos. Un día entero navegando río arriba.

Al comienzo todo fue emoción, la selva siempre es excitante, transmite una vibración desde sus oscuros adentros. Lo más duro fue el paso del raudal, un estrecho de rocas enormes que impone al río —semejante gigante— el cauce. En su centro había una piedra llamada La Tonina que sobresalía y dividía el cauce en dos. Las canoas tenían que orillarse y hacer una cabriola para evitar un naufragio. No había salvavidas, la guerrilla no lo exigía. Pasado el raudal, se volvía a respirar y a mirar las yarumeras de las orillas. De tanto en tanto cruzaba otra canoa. Había pocos puertos: El Cafre, Nueva Colombia, La Cachivera. Desde los barrancos aparecían de trecho en trecho destacamentos guerrilleros que saludaban si el motorista era conocido; si no, obligaban a las lanchas a detenerse y a sus pasajeros a identificarse. El control era riguroso.

La Macarena tenía cinco manzanas, una droguería, tres graneros, cinco cantinas. No había Fuerza Pública. El avión —un DC-3 reluciente— de vez en cuando traía víveres, gasolina y correo. Salir a ver el aterrizaje de ese monstruo era el gran programa. Mirar quiénes llegaban y suponer a qué venían los pocos forasteros era un juego de azar. La colonización había invadido el Parque Nacional. Un millón de hectáreas de selva. Los colonos vivían del aserrío de maderas finas, del pescado y del maíz. El ritmo del pueblo lo imponían las corrientes poderosas, y en verano solemnes, del río. De vez en cuando se oía lejana una motosierra. Los domingos algunos vecinos iban a bañarse a Caño Cristales y había riña de gallos.

Hace dos semanas regresé con mi nieta Antonia. Viajamos por Satena —siempre incumplida— porque hacerlo por río es casi imposible. El paso por el raudal está prohibido, pese a que dinamitaron La Tonina. Es obligatorio el salvavidas y hoy no hay línea diaria de San José a La Macarena. Los puertos son hoy pueblos; la guerrilla no se ha ido, pero ya no está a la vista. La gente viaja en avión con maletas de cuero, sombreritos de explorador y tiquetes de regreso. El día de nuestra llegada había once avionetas y tres aviones DC-3, brillantes como peces. El pueblo tiene 25 manzanas, circulan por él camiones, volquetas, buses, carros y mil motos. Hay soldados de todos los rangos por todos lados. Miran y miran. Llegan helicópteros y aviones artillados. Dicen en la región que hay 14.000 soldados y tienden a aumentar al ritmo del turismo y de la ganadería. Cuando estuvimos, el general invierno dominaba. La paja de las sabanas estaba verde y las algas estaban en todo su esplendor. Pero había cientos de turistas vigilados discretamente por un destacamento del Ejército. Mi nieta y yo no tuvimos ningún tropiezo, pero al ritmo que van las cosas se podría llegar a imponer el modelo imperante en Machu Picchu, donde los “operadores de turismo” monopolizan el negocio, desde los vuelos hasta los hoteles, pasando por los permisos. De todas maneras, Caño Cristales y en general el Parque Nacional Natural de La Macarena son auténticas joyas. La comunidad ha impedido la entrada de cadenas hoteleras y de grandes firmas de turismo, pero el peligro ronda.

La coca está de capa caída, el pueblo vive una nueva bonanza que tiene su apogeo entre julio y noviembre. Al llegar el verano, el calor seca las algas y desaparecen los visitantes, lo que, dicho sea de paso, no disminuye la actividad militar. Los helicópteros suenan día y noche; llegan y salen aviones, se ven gringos, las descargas en el polígono hacen pensar que los combates no están muy lejos. Mi nieta, que no entendía qué pasaba ni por qué, me preguntó: “Abuelo, ¿por qué los soldados nos miran como si todos fuéramos malos?”. No pude responderle.

El Espectador, Bogotá, 8 de septiembre de 2013.

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