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¡Ni santismo ni uribismo!

Por Reinaldo Spitaletta  

El absurdo, no como tema de literatura, sino de politiquería, torna a regarse por Colombia, con el torvo propósito de polarizar el país alrededor de dos expresiones mediocres y atentatorias contra los intereses populares: el santismo y el uribismo.

El primero de ellos, continuador en buena parte del proyecto antinacional y neoliberal de su antecesor, tiene en vilo a la nación, en una crisis económica y social, que recae a modo de miserias sin cuento en los hombros de los desposeídos.

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Por Reinaldo Spitaletta  

El absurdo, no como tema de literatura, sino de politiquería, torna a regarse por Colombia, con el torvo propósito de polarizar el país alrededor de dos expresiones mediocres y atentatorias contra los intereses populares: el santismo y el uribismo.

El primero de ellos, continuador en buena parte del proyecto antinacional y neoliberal de su antecesor, tiene en vilo a la nación, en una crisis económica y social, que recae a modo de miserias sin cuento en los hombros de los desposeídos.

El segundo, el uribismo, que ahora padece de histerismo, proclama en su desmemoria de que ha sido parte de los desastres de Colombia, y en su delirio de persecución, una conspiración contra el exmesías y sus discípulos, y, en particular, contra el hermanito del expresidente, acusado de paramilitarismo e investigado por presuntos nexos con la organización delictiva denominada Los doce apóstoles.

Tras la detención del ganadero Santiago Uribe Vélez el 29 de febrero pasado, el uribismo entró en pánico y exacerbación anímica. Los líderes del Centro Democrático se declararon como perseguidos y algunos de ellos desbarraron, como la senadora doña Paloma, que adujo, en medio de un aparente desarreglo mental, que “por menos inició la violencia política” en Colombia, y otra, doña Fernanda, vociferó que estábamos en un “régimen del terror”.

Quizá para una de las uribistas de racamandaca no fue tanto el asesinato de Gaitán, ni el despojo sistemático de tierras a los campesinos, aterrorizados por “pájaros”, chulavitas, bandoleros de toda laya, ni los descuartizamientos, cortes de franela y otras barbaridades, el que desató y prolongó la Violencia liberal-conservadora, que produjo más de trescientos mil muertos. Además, en un acto de irresponsabilidad histórica y política, entre líneas parece convocar a una suerte de asonada, o alzamiento en armas contra el gobierno “legítimamente constituido”, como se ha dicho siempre de casi todos, aunque hayan llegado por fraudes electorales (como el de 1970).

El santismo, que no es ninguna “pera en dulce”, y cuya cabeza fue parte clave del anterior gobierno, cuyos conmilitones ahora patalean, que todavía no ha respondido por los muertos en los llamados “falsos positivos”, es una versión del uribismo, con menos aspecto de vulgaridad (tal vez no usa el “si te veo te doy en la cara, marica”), pero más refinamiento para feriar el país y casi regalárselo a las transnacionales.

Los peones del presidente, ante la arremetida furibunda y visceral del uribismo, cayeron en el mismo estilacho y varios ministros, en una actitud inelegante y vulgar, “se igualaron” (un término de señoras de antes) con los despropósitos de los epígonos de Uribe, y alcanzaron a proferir que “la era de los presidentes manipulando la justicia quedó atrás”, y aquí, de rebote, muchos curiosos recordaron los tiempos de las “chuzadas” uribistas a miembros de la Corte, a opositores y columnistas y también de “los buenos muchachos”, algunos de ellos ahora condenados por la “yidispolítica” y por peculados por apropiación en el caso de Agro Ingreso Seguro.

¡Ah!, y por paramilitarismo, como el exdirector del DAS Jorge Noguera.

Hay que recordar que en la llamada “era uribista”, los que nunca clasificaron como “buenos muchachos” fueron aquellos de organizaciones no gubernamentales defensoras de derechos humanos; miembros de la Corte, contra los que hubo persecuciones, “guerra sucia”, espionaje y otras maniobras; ni tampoco, por ejemplo, los trabajadores de la caña de azúcar que realizaron un formidable movimiento reivindicativo con proyección internacional; ni los de la minga indígena.

Y en los tiempos de Santos (más conocido con el alias de Juampa), si bien no ha habido la deleznable categoría de “buenos muchachos”, habría que recordar que se fue en contra de aquel movimiento que él, burla burlando, llamó “el tal paro agrario no existe”, que dejó varios muertos, y tuvo que tragarse entera la movilización nacional de estudiantes que le malogró la antipopular reforma a la educación superior.

Así que querer polarizar al aporreado pueblo colombiano en dos facciones, cuyos ideólogos y jefes han permitido la pulverización de la soberanía, conculcado derechos de los trabajadores y feriado al país, sí es un exabrupto que los humillados y desfavorecidos no deben permitir. Exigir la independencia de los poderes públicos y salirles al paso a las tácticas uribistas y santistas de dividir al país a punta de histeria y vulgaridad, debe ser una consigna de los movimientos populares.

El Espectador, Bogotá.

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