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Lamento wayúu

Revista Semana  

El hambre no comenzó a matar niños en La Guajira la semana pasada. El fenómeno que escandaliza al país no es nuevo y muestra el abandono ancestral de esta comunidad. SEMANA recorrió la media y la alta Guajira y encontró historias desgarradoras.

América Ipuana vive desde hace más de 60 años en Castilletes, alta Guajira, casi donde comienza Colombia. Nació en la comunidad de Ishuluu y desde que se casó se radicó en la Romana. Allí vive con su madre, María de los Santos; su esposo, Rangel; sus ocho hijos e hijas, con sus yernos, nueras y nietos. Son casi 70 personas, incluidos hermanos y cuñados.

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Revista Semana  

El hambre no comenzó a matar niños en La Guajira la semana pasada. El fenómeno que escandaliza al país no es nuevo y muestra el abandono ancestral de esta comunidad. SEMANA recorrió la media y la alta Guajira y encontró historias desgarradoras.

América Ipuana vive desde hace más de 60 años en Castilletes, alta Guajira, casi donde comienza Colombia. Nació en la comunidad de Ishuluu y desde que se casó se radicó en la Romana. Allí vive con su madre, María de los Santos; su esposo, Rangel; sus ocho hijos e hijas, con sus yernos, nueras y nietos. Son casi 70 personas, incluidos hermanos y cuñados.

Muy cerca de los ranchos que habitan, levantados en barro, ramas de árboles y enramadas de trupillo, también están sepultados los ocho hijos que se le murieron en los últimos 30 años. Hace cinco meses se sumó su nieto Martín, de dos años, quien falleció por las mismas razones que cientos de niños del departamento: hambre, miseria y falta de atención médica, de educación y de agua potable. Todo ello en medio de las duras condiciones del desierto.

Martín, hijo de Mayerli, se enfermó de repente. Había perdido peso, como casi todos en la familia, porque la fuerte sequía que lleva cuatro años y el cierre de la frontera con Venezuela han minado sus fuentes de alimentación. Y lo peor es que se sienten abandonados por el Estado, pues, según ellos, Castilletes no ha existido para los alcaldes de Uribia. Allá no llegan los carrotanques con agua ni los contratistas de los planes de alimentación escolar ni los de primera infancia del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Es tal el abandono, que América nunca ha tenido registro civil ni cédula.

Perder a su nieto le ha refrescado los recuerdos trágicos de sus hijos muertos. Fabio, el primero, falleció ‘de repente’ hace 32 años. Tenía 12 meses. “Esa noche, antes de morir, la pasó llorando. Nunca supimos qué le pasó, pero al amanecer dejó de llorar y murió”. En los usos y costumbres de la cultura wayúu, le dio mal de ojo. Después murieron, sin ninguna explicación médica, Yanelis, de 1 año; Samuel Santos, de 2 años, y Álvaro, de 18 meses. Luego tuvo un aborto. Como si le hubiera caído una maldición que no se cura con el tabaco y que escapa a las manos del piachi, el médico tradicional. Diana murió adolescente en 2008. Se le había inflamado el abdomen como si estuviera embarazada: “Le salió algo extraño”, dice América. Perdió otros dos hijos al final del embarazo, cuando estaban a punto de nacer.

Pese a la seguidilla de muertes y abortos, en esa época, dice su esposo Rangel, la vida era más fácil porque en abril llovía en el cambio de luna, lo que les permitía sembrar ahuyama, fríjoles, sorgo, patilla y melón. Había agua para los chivos en los jagüeyes y recogían agua de lluvia para ellos. Pero desde 2009 no ha vuelto a llover en Romana y la que hay se ha vuelto salobre y amarga. Por eso, deben caminar varias horas hasta el pozo más cercano.

La agonía de los guajiros

El sino trágico al que ahora está sometida la familia de América Ipuana es el mismo que afecta a miles de personas en gran parte de la península. SEMANA recorrió cerca de 700 kilómetros de vías y trochas, así como muchos corregimientos como Tawaira, Siapana, Punta Espada, Nazareth, Castilletes y La Flor, en los que encontró miseria, hambre y sed. No solo los niños, sino los ancianos y las mujeres están muriendo de desnutrición, pero de estos no hay registros ni están en el foco de la opinión y las autoridades.

En el recorrido es común ver acueductos que no funcionan, pozos secos o con agua salobre, hospitales que trabajan a media marcha dominados por cuotas políticas, puestos de salud abandonados, y denuncias de recursos públicos que nunca aparecen o se quedan en el camino en los bolsillos de las familias y castas que han gobernado estas tierras, ricas en carbón y gas, cuyos beneficios llegan a todo el país, menos a estas tierras desérticas. Viven en una situación igual o peor que en la Colonia.

Para ver las contradicciones y la incapacidad de la administración guajira, solo hace falta pasar por San Tropel, a tan solo 15 minutos de Riohacha. En este pueblo de pescadores, los habitantes no tienen energía ni gas, a pesar de tener frente la plataforma de Chuchupa y Ballenas, de donde sale gran parte del gas que mueve el país. Y lo ridículo es que a 200 metros hay una subestación eléctrica. Allí, existe un CDI del ICBF, pero nadie conoce al operador que debería prestar el programa de alimentación de Cero a Siempre.

Las historias de niños muertos son comunes en toda La Guajira. Por ejemplo, en las ardientes sabanas de Manaure vive Andrés Epieyú, con sus cinco hijos y cuatro hijas, nueras, yernos y nietos. La semana pasada su nieto Elion, de 22 meses, falleció de desnutrición. Andrés dice que los 40 miembros de su familia requieren un pozo profundo de 200 metros para sacar agua que les permita sembrar, tener animales y, por supuesto, beber algo relativamente sano, comparado con la que sacan del jagüey y que deben compartir con los chivos. Ninguno recibe ayudas del Estado porque en los dos últimos censos (1992 y 2005) los excluyeron. Es decir, no existen para el Estado colombiano.

Los padecimientos de los wayúu son cada vez peores hacia el interior de la península, donde la sequía ha sido más severa. Unos 15 kilómetros más al norte de Manaure está Mayapo, un corregimiento habitado por 450 personas. Allí también cocinan con leña y el microacueducto que los políticos construyeron no da una gota de agua. Para soportar la sequía compran agua a los dueños de los carrotanques, que supuestamente llegan enviados por el departamento. Deben pagar 25.000 pesos por 1.000 litros de agua potable que les duran una semana.

A lo largo de 260 kilómetros en el camino hacia la alta Guajira, entre Iperrain y Portete, decenas de niños miserables, descamisados y descalzos de las rancherías atraviesan cuerdas sobre las trochas, en una suerte de retenes de la desesperación, para que los ocupantes de los vehículos les den limosna, ropa, agua o algo de comida.

En Punta Espada y Castilletes los operadores empleados por el ICBF y los contratistas de las secretarías de educación incumplen los programas de los gobiernos nacional, departamental y municipal, y sus habitantes no conocen lo que es un carrotanque de agua. Alejandrina, una curtida mujer wayúu, pasa el día con sus tres hijos menores de 5 años en un rancho desvencijado, mientras su esposo pastorea un rebaño de chivos en una tierra donde solo hay cactus y trupillo. A las 10 de la mañana no habían desayunado y tampoco han ido a la escuela este año. Para ellos el CDI del ICBF no existe. Ese día la única comida será tripas de chivo y arroz, pues secan la carne para venderla. Por donde se recorra, solo es posible encontrar lamentos.

La clase política que ha gobernado el departamento tiene buena parte de la responsabilidad por el drama que hoy se vive en La Guajira: muchos de sus miembros se han enriquecido con los planes de alimentación que solo sirven a estudiantes fantasmas, han dejado obras inconclusas y acueductos construidos una y otra vez sin que jamás funcionen. Solo en Uribia levantaron más de 20 en los últimos años, y solo sirve uno.

Las instituciones del orden nacional tampoco funcionan. La regional del ICBF, convertida en botín de los clanes políticos, no ha cumplido el papel de combatir la desnutrición, y el Ministerio del Interior poco ha hecho cumplir su función de estrechar los lazos con la comunidad wayuú, buscar formas para eliminar los intermediarios y ponerles orden a ciertas tradiciones culturales que terminan por generar más exclusión y miseria.

La directora del ICBF, Cristina Plazas, se encuentra desde hace 15 días en Riohacha, ha visitado rancherías, se ha reunido con médicos, con las EPS y hasta con los contratistas que ahora intentan sabotearla y la acusan de querer favorecer a fundaciones del interior del país. Ella se defiende y afirma que el ICBF es solo uno de los actores y que desde hace dos años está intentando sacar a la mafia que había en la regional de La Guajira. Además, advierte que es necesario hacer un censo para conocer los problemas y buscar soluciones de fondo. Paradójicamente, el martes la gobernadora nombró al nuevo director regional del ICBF, Edwin José López, tras casi un año de interinidad. Pero ya hay indicios de que el nuevo funcionario pertenece al clan de la familia Ballesteros Bernier, una de las que han gobernado el departamento.

La gobernadora, Oneida Pinto, que no pertenece a las familias tradicionales pero ganó las elecciones con su apoyo, advirtió que una de las dificultades para enfrentar el hambre y la sed está en lo dispersa que está la población. En Uribia hay 22.000 puntos poblados y en Manaure otros 7.000. Es decir, cerca de 30.000 rancherías y poblados que no tienen vías, hospitales o centros de salud.

Parecería que a los wayúu les cayó el mal de ojo. Pero, a decir verdad, este no reside en sus creencias y costumbres, como algunos quieren hacer creer, sino entre quienes gobierna a este pueblo que ni los españoles fueron capaces de someter.

Revista Semana, Bogotá.

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