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Nacional

Democracia y paz

Por Rodolfo Arango  

Pocos años antes de su muerte, Ronald Dworkin propuso distinguir entre democracia mayoritaria y democracia asociativa. La primera busca ganar a como dé lugar la mayoría decisoria, lo que incluye vínculos estrechos con poderes económicos, influencia en órganos de control electoral e, incluso, el uso de recursos y cargos públicos para alcanzar las metas. Principio fundamental de la segunda es la competencia política basada en la responsabilidad individual y la dignidad de los coasociados. La democracia de mayorías puede asegurar hegemonía y éxito, pero no excluye la violencia que supone atropellar al contendor.

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Por Rodolfo Arango  

Pocos años antes de su muerte, Ronald Dworkin propuso distinguir entre democracia mayoritaria y democracia asociativa. La primera busca ganar a como dé lugar la mayoría decisoria, lo que incluye vínculos estrechos con poderes económicos, influencia en órganos de control electoral e, incluso, el uso de recursos y cargos públicos para alcanzar las metas. Principio fundamental de la segunda es la competencia política basada en la responsabilidad individual y la dignidad de los coasociados. La democracia de mayorías puede asegurar hegemonía y éxito, pero no excluye la violencia que supone atropellar al contendor.

La democracia asociativa también busca ganar, pero hacerlo con pleno respeto de las reglas del juego, de forma que se garanticen el pluralismo, el debate y la igualdad en el acceso al poder político.

La democracia mayoritaria funciona como una aplanadora. Si además el país no cuenta con una sólida carrera administrativa y judicial, y con organismos de control confiables, la aplanadora se convierte en buldócer. En tales circunstancias prima en la oposición política la sensación de atropello, persecución, amenaza vital, nuda arbitrariedad. Más grave aún si la tal democracia de ganadores se refuerza con los dichos de “siempre ha sido así”, “todos lo hacen” o “estamos en Cundinamarca y no en Dinamarca”.

La democracia asociativa piensa en el otro, que merece igual consideración y respeto. Medular en este modelo es favorecer el debate libre y la discusión abierta, no coaccionada por contratos o burocracia. En resumen, quiere establecer el trato justo (fair play) en la política, donde se aprende a ganar respetando unos límites, pero también a perder sin rencor, gracias a que se goza de las garantías necesarias para fortalecer y difundir una propuesta alternativa. En este tipo de democracia, la oposición preserva su identidad y sentido precisamente porque no rinde sus ideales de justicia a ofrecimientos pragmáticos para compartir el poder, así la traición se enmascare invocando un fin supremo o el bien común (paz, patria, unión, etc.).

No olvidemos de dónde venimos para saber hacia dónde debemos ir. El unanimismo, el lentejismo y el clientelismo han sido males del país, aupados por una tradición de pensamiento único, teleológico, según el cual quien no está conmigo o no comparte mi finalidad, está contra mí y es un enemigo a eliminar del espacio político, social, religioso. Esta concepción schmittiana ha sido consecuentemente practicada en el pasado por el establecimiento, pero también por las guerrillas, todos en vergonzosa autojustificación de sus arbitrariedades.

El cambio cultural que necesita el país para aclimatar la paz en este contexto involucra echar los cimientos de una democracia asociativa, en la que sea posible la cohabitación de ideologías contrarias, irreconciliables, antagónicas. Para ello es necesario rodear de garantías a las minorías políticas, no perseguirlas, cooptarlas o eliminarlas físicamente. La experiencia de La Habana es un buen comienzo de aprendizaje en el diálogo tolerante y respetuoso entre opuestos. Pero se requiere mucho más: un sistema electoral bien concebido, organizado, de largo plazo, para cultivar el respeto a las reglas del juego, la coherencia, el control del poder, de forma que los cantos de sirena, emitidos desde los palacios presidenciales, sean neutralizados gracias a garantías sólidas que preservan voces contrarias, críticas, alternativas, necesarias para generar la dialéctica indispensable a la indagación de la verdad y la justicia como condición de una paz duradera.

El Espectador, Bogotá.

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