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Nacional

La fiesta en paz

Por Alfredo Molano Bravo  

No es fácil creer en un Gobierno —en cualquier Gobierno— cuando hay siempre, indefectiblemente, tanto trecho del dicho al hecho.

No hablo del abismo entre lo que prometen los candidatos y lo que hacen los gobernantes. Eso es otra cosa. Ese ya es el reino del engaño puro y duro. Me refiero en concreto a lo que el gobierno de Santos alimenta con cuidado y quizá con cálculo político.

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Por Alfredo Molano Bravo  

No es fácil creer en un Gobierno —en cualquier Gobierno— cuando hay siempre, indefectiblemente, tanto trecho del dicho al hecho.

No hablo del abismo entre lo que prometen los candidatos y lo que hacen los gobernantes. Eso es otra cosa. Ese ya es el reino del engaño puro y duro. Me refiero en concreto a lo que el gobierno de Santos alimenta con cuidado y quizá con cálculo político.

La Ley de Víctimas alumbró en muchos la esperanza. A fuerza de frustraciones permanentes contantes y sonantes —casi se podría decir desde los años 30—, un día Santos nombró a Restrepo ministro de Agricultura y a los tres meses lograron la aprobación de la restitución de las tierras robadas por esa tripleta: terratenientes, paracos y registradores de la fe pública. A los años, un día, el Gobierno hizo aprobar —matoneo parlamentario de por medio y mermelada incluida— las Zidres, una ley confeccionada para legalizar el despojo de tierras en los Llanos Orientales y ofrecer —palabra antipática— “garantías” a las grandes empresas agroindustriales. Y no sólo en los Llanos sino en todo territorio donde un grupo económico quiera hacer plata. Mucha plata.

Pero con el tiempo, los discursos y las ilusiones de medio país, se olvida el reversazo y, desde los medios, Santos alimenta una nueva esperanza, al encontrarse con Timochenko. Yo sospecho que ese mismo día, por la noche, los altos funcionarios de los Ministerios de Medio Ambiente y Minas y Energía llamaron a los petroleros, a los palmeros, a los azucareros, a los ganaderos a darles el parte: “Ahora sí, vamos con toda por todo”.

Y todo es, por ahora, el petróleo y el asfalto en La Macarena; el carbón en el Perijá; el oro en Marmato y Supía, en Suárez, en Yurumanguí y el Sipí; vamos por el agua del Magdalena, del Cauca, del Patía, del Guayabero para construir hidroeléctricas y venderlas baratas; vamos por los puertos: Tumaco, Buenaventura, Nuquí, Tribugá, Turbo, Dibulla; vamos por las 4-G construidas sobre la Ciénaga Grande de Santa Marta para regocijo de los comerciantes de Barranquilla y de los urbanizadores Char & co. Y hagámosle también a una doble calzada sobre los pantanos del Atrato para la felicidad de la familia Gaviria y de los bananeros de Urabá. El petróleo y el gas enterrados entre las piedras de San Martín, Cesar, hay que sacarlos con fracking porque esas zonas no están ni en Nueva York ni en Alemania, donde el sistema está prohibido. Y ya que estamos en estas, terminemos el Túnel de Oriente para beneficio de los residentes en la tierra más cara del país: Llanogrande, Rionegro, y dejemos sin agua a los vecinos de Santa Helena. Que no queden playas de las costas sin cercar, ni islas del Caribe sin invadir. ¡Que no quede un metro de tierra sin cemento armado en la Reserva van der Hammen! Es mejor cemento armado que lucha armada, dirá un socio de Cemex o un ejecutivo de Argos. Y por ahí derecho: ni una sola hectárea ganada a sangre y fuego en manos de los despojados. Lo ganado, ganado, y lo ganado es para las vacas, grita el Trío Calavera.

Con lo duro que es creerle al Gobierno, con lo que cuesta a ratos apoyarlo y cuando uno está ya dispuesto a decir, por fin alguien… el Gobierno se deja acostar la muñeca contra la mesa, saca a María Lorena Gutiérrez, a Pilar Calderón y nombra un ministro de Medio Ambiente especializado en minería, un ministro de Minas cuya primera manifestación es declararse partidario del fracking, y un eminente jurisconsulto para hacer puente con Uribe con la peregrina ilusión de que Uribe no se sienta maltratado, ni los uribistas perseguidos.

El Espectador, Bogotá.

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