Nacional
La Ley Zidres, de Guatemala a Guatepeor
Por Juan Manuel López Caballero
La conciliación de Cámara y Senado alrededor de la Ley Zidres sancionada por el presidente Santos resultó aún más farragosa que la presentada inicialmente. Lo debatible no deben ser los propósitos, sean estos los que proclama el gobierno o los que les endilga la oposición, sino lo imposible de aplicar. Es una lista de buenos deseos para solucionar todos los temas empantanados en relación al sector agrícola, pero acompañada de unas medidas concretas que parecen orientadas a que ninguno se pueda cumplir.
Por Juan Manuel López Caballero
La conciliación de Cámara y Senado alrededor de la Ley Zidres sancionada por el presidente Santos resultó aún más farragosa que la presentada inicialmente. Lo debatible no deben ser los propósitos, sean estos los que proclama el gobierno o los que les endilga la oposición, sino lo imposible de aplicar. Es una lista de buenos deseos para solucionar todos los temas empantanados en relación al sector agrícola, pero acompañada de unas medidas concretas que parecen orientadas a que ninguno se pueda cumplir.
Más allá de los cuestionamientos que se presentan bajo supuestas —pero probables— intenciones ocultas, lo que debería saltar a la vista es su esencia de pura demagogia (el presidente habló desde ‘la ley más audaz de nuestra historia’, pasando por ‘una revolución para el campo’, hasta de ‘convertirnos en la despensa de alimentos del mundo’). Eso es lo que la caracteriza: desmesuradas presentaciones sin ninguna posibilidad de volverse realidades.
A comenzar porque lejos de ser la solución para el sector agrario esos benevolentes propósitos solo supondrían aplicarse en las zonas que se definan como Zidres, pero deja al resto del país en el mismo abandono de respuestas a la problemática que hoy existe.
En otras palabras, divide el campo en dos jurisdicciones: la Zidres que por su misma definición son una excepción; y el resto del territorio nacional, el cual no se toca y simplemente se olvida, dejándolo en exactamente las mismas condiciones que ha estado desde hace años.
Al mismo tiempo, en la práctica sustrae de las reglas ordinarias a las Zidres al someterlas a nuevos condiciones y reglamentos.
El supuesto mayor es asociar inversionistas con campesinos con el fin llevar a que estos últimos accedan a la propiedad de la tierra.
Para el campesino que viene de afuera lo que se ofrece es un nuevo contrato de aparcería en el que para acceder a la propiedad de la tierra tiene que trabajar para las empresas.
Supuestamente prioriza, la situación de los campesinos; en eso hacen énfasis las declaraciones oficiales, y se refleja en el orden del listado de objetivos (estos últimos -15 en total- dispersos e incluso contradictorios). Pero no solo por los antecedentes es claro que lo que realmente se busca es salvar los impedimentos que han llevado a paralizar las grandes inversiones empresariales (propósito lógico y también declarado, pero en posición posterior como para disimularlo), sino que la caracterización de dichas zonas excluye la presencia de campesinos (‘tierras que por sus condiciones agronómicas y climáticas, resultan inapropiadas para desarrollar unidades de producción familiar’; que demandan altos costos de adaptación productiva; sin vías de comunicación, etc.). Y para el campesino que viene de afuera lo que se ofrece es un nuevo contrato de aparcería en el que para tener la posibilidad de acceder a la propiedad de la tierra tiene que trabajar para las empresas.
Esa no es ni será nunca la prioridad de éstas, y podría ser que por lo que en realidad propende es porque los ‘proyectos’ consigan mano de obra. Por eso hay quienes interpretan que esa es la razón de la obligación de asociarse con campesinos, y que para mejorar la presentación el anzuelo sería la aclaración de que las empresas de ninguna manera recibirán subsidios ni serán propietarias sino solo quienes se asocien para mediante su trabajo conseguir después de determinados años el derecho a una titulación.
Y para la iniciativa empresarial, ya de por sí difícil de atraer o de desarrollar cuando se tiene plena autonomía (justamente por la dificultad que implica volver rentable la explotación de las tierras), solo se presentan obstáculos o requerimientos adicionales que lejos de estimular al sector privado lo alejan.
El solo hecho de estar condicionado a la aprobación y calificación de una entidad pública para un proyecto ya sería razón para sentir pereza de someterse a la validación en manos de unos funcionarios seguramente menos capacitados y preparados para las condiciones específicas de una determinada empresa. Pero esta Ley no requiere solo la sumisión y bendición de una entidad pública sino, entre otras, las del Ministerio de Agricultura, del POT Municipal, del Departamental, del Nacional, del UPRA, de unas ‘entidades coordinadoras’ aún por definir, y de otras ‘entidades encargadas de la asistencia técnica agraria y de comercio’ que velarán desde por la ‘inocuidad de los alimentos’ hasta ‘la gestión para determinar necesidades de servicios sociales básicos de soporte al desarrollo rural’.
Para poder montar un proyecto —que para quien tenga interés depende solo del retorno de la inversión, porque aún estamos en el ámbito del capitalismo—, es más que engorroso que el estudio obligue a incluir la vinculación de campesinos, el compromiso de transferencia a ellos de determinadas tierras; tener programada toda la producción futura mediante un contrato de proveeduría; que requiera el visto bueno de algún funcionario que acepte ‘un esquema de viabilidad administrativa, financiera, jurídica y ambiental’; ‘un sistema que permita que los recursos recibidos sean administrados a través de fiducias’, etc.
Esto en cuanto a lo macro de esa Ley. Se complementa esto con listados taxativos que más que abrir reducen posibilidades, y con puntos tan desconcertantes como: ‘Parágrafo 2°, Las Zidres se consideran de utilidad pública e interés social, excepto para efectos de expropiación.’, que pareciera pretender derogar el Artículo 58 de la Constitución que dice lo contrario.