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Medios, lenguaje y hegemonía: la cultura y los espejitos de colores

Por Aram Aharonian / Miradas al Sur  

No pasaron tantos siglos desde que los portavoces del emperador Carlos I de España pregonaban un poder en cuyos dominios nunca se ocultaba el sol, un sueño que hoy resucitan algunos personajes, quizá con menos consenso que aquel emperador. Pero un modelo de control y/o de dominio del espacio material como el que está planteado requiere de una labor simultánea de hegemonización y de dominación ideológica y cultural que lo imponga y a la vez lo legitime.

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Por Aram Aharonian / Miradas al Sur  

No pasaron tantos siglos desde que los portavoces del emperador Carlos I de España pregonaban un poder en cuyos dominios nunca se ocultaba el sol, un sueño que hoy resucitan algunos personajes, quizá con menos consenso que aquel emperador. Pero un modelo de control y/o de dominio del espacio material como el que está planteado requiere de una labor simultánea de hegemonización y de dominación ideológica y cultural que lo imponga y a la vez lo legitime.

Tampoco pasó tanto tiempo desde que el visitador Areche ordenó descuartizar a Gabriel Condorkanqui, Túpac Amaru, haciendo salar y arrasar todo lo que tuviera que ver con sus viviendas, trajes, utensilios y memorias para que, desde entonces, se impusiera a los indígenas el uso de escuelas para que pudieran “unirse al gremio de la Iglesia Católica y la amabilidad y la dulcísima dominación de nuestros reyes”.

Al fin de cuentas, para ellos, toda política de dominación no es otra cosa que la continuidad de la guerra con otros medios, por lo cual no sólo hay que vencer sino convencer: convencer a los vencidos de que toda resistencia ya no tiene sentido. Pero quizás no sea tan fácil estandarizar o uniformizar imaginarios colectivos. Del otro lado, hay muchos que creen que la revolución cultural consiste en cambiar un espectáculo de ballet por uno de danzas folclóricas. Revolución cultural significa producir cambios en la sociedad, hacer el hombre nuevo, lo que va muchísimo más allá de una renovada programación de actividades artísticas.

Además, buena parte de las actividades culturales de nuestros países periféricos tienen el apoyo de gobiernos, fundaciones u ONG de países del primer mundo, porque no pareciera existir –para ellos– contradicción alguna entre construir armas atómicas y propiciar junto con ello exposiciones de arte, pequeña prensa alternativa, becas para intelectuales y artistas o megaespectáculos populares. Pero hay un sector de la cultura que escapa a esa supuesta benevolencia o caridad y que despierta voraces apetitos, y es el de las llamadas industrias culturales, universo sobre el cual aparecen hoy más que nunca las apetencias de dominación global.

El proceso de concentración de la industria mediática y de la cultura sigue imperturbable, rigiéndose por criterios exclusivamente comerciales para los cuales lo que cuenta es el paradigma de consumidor por sobre el de ciudadano y/o por sobre el interés público. La “diversidad cultural” pasó a reducirse a la oferta de una gama de productos y servicios para satisfacer el gusto de los consumidores, sistemáticamente monitoreados (¿se puede decir espiados?) por especialistas para ubicar “nichos de mercado”.

El signo más relevante en nuestros países es el de la concentración y la transnacionalización de la economía en general y de las industrias culturales en particular. Fusiones, asociaciones y todo género de alianzas entre las grandes relaciones de propiedad y de poder a escala mundial, con incidencia directa en las industrias locales, garantizan el control de los mercados, el empleo, las tecnologías de producción y comercialización y el diseño de la programación y los contenidos producidos.

Hay quienes sostienen aún que los medios comerciales solo buscan el lucro o convierten la información en mercancía, pero en realidad son departamentos de grandes conglomerados empresariales que tienen como objetivo apoyar la política comercial e ideológica en la que se sustenta su sistema de producción y comercialización.

Para los latinoamericanos, el desafío de la integración está profundamente incrustado en nuestra historia. Estamos impelidos a asumir las políticas culturales de integración como uno de los factores emergentes más exigentes de los elementos que se deben tomar en cuenta para definir una estrategia de desarrollo cultural en el largo plazo. En buena parte porque ya no es posible pensar en términos estrictamente nacionales y el conocimiento de lo que ocurre en cada uno de los países de la región es una variable de nuestras propias políticas.

Colonialismo cultural

Se llama colonialismo cultural a toda forma de imposición ideológica desarrollada a través de los medios de comunicación y otras formas de producción cultural a fin de establecer los valores de una sociedad dominante en una determinada sociedad periférica o dependiente. El colonialismo requiere un “otro” culturalmente diferente para poder entablar la relación de desigualdad y de explotación característica de este sistema de dominación.

El colonialismo fue la forma fundamental y decisiva de la universalización de las relaciones mercantiles, de la individualización de las personas y la oposición de todos contra todos –forzada por el poder del dinero y por las violencias del poder–, de la homogeneización de los patrones de consumo y la generalización de determinadas relaciones sociales fundamentales y sus valores correspondientes, a escala planetaria.

La noción de colonialidad, expresada por el peruano Aníbal Quijano, excede conceptualmente la idea de colonialismo, ya que pretende captar no solamente el fenómeno de control y dominación política directos de las colonias por parte de las potencias europeas, sino la existencia de una estructura que perpetúa la situación de dominación una vez que la relación colonial formal ha desaparecido. Extinguido el colonialismo como sistema político formal, el poder social está aún constituido sobre la base de criterios originados en la relación colonial

En América latina, el colonialismo finalizó en el siglo XIX (en África y Asia lo hizo apenas en el siglo XX), pero no la colonialidad, que persiste hasta el día de hoy. La situación de dependencia no origina solamente fenómenos de orden social, como la marginalización, sino también la formación de una cultura dependiente, una adhesión fragmentaria a un conjunto de modelos culturales que los dominadores difunden, en un proceso en el cual se abandonan las bases de la propia cultura sin ninguna posibilidad de interiorizar efectivamente la otra. Como si alguien olvidara su idioma y no lograra nunca aprender suficientemente ningún otro, ejemplifica Quijano, para quien la participación cultural es un asunto de las relaciones entre dominación y cultura, y no un problema de gestión cultural en las relaciones entre “cultura” y público.

El pedagogo brasileño Paulo Freire sostiene que sociedades colonizadas o invadidas culturalmente son sociedades alienadas. Señala, asimismo, la conexión entre la dependencia y la cultura del silencio, porque callar es seguir los requisitos de los que imponen su propia voz y no tienen voz: “Estar en silencio no es una palabra real, pero sigue las exigencias de aquellos que hablan e imponen su voz”. Esta cultura del silencio nace de las relaciones opresivas de dominante a dominado.

Según Freire, para que tenga éxito una invasión cultural ésta debe convencer a los invadidos de que son inferiores, para que vean a los invasores como superiores, adquieran sus valores, sus costumbres, su forma de vestir, de hablar, de producir, de pensar. Por lo tanto, están sujetos a las condiciones específicas de la opresión y no son capaces de luchar para deshacerse de ellos. La invasión cultural promueve el silenciamiento del dominado al tiempo que impone la forma de pensar del dominante.

Otro ejemplo, señala Freire, es la educación escolar, que busca silenciar al estudiante para que sea una especie de receptáculo de los conocimientos del profesor. Tanto la invasión cultural como la educación escolar se oponen a la autonomía, pues al silenciarlos, anulan la autonomía de decir las palabras propias. De la misma forma que las elites se callan frente al país o países dominantes, hacen que el pueblo se silencie frente a ellas. Basta recordar los períodos dictatoriales en cualquiera de nuestros países.

El capitalismo actual está librando una formidable guerra cultural a escala universal, mediante la cual pretende compensar la desaparición de su gran promesa abstracta de progreso, desarrollo y buen gobierno; forzar a aceptar el despojo que se hizo en tantos países de la mayoría de las conquistas sociales y políticas logradas durante el pasado siglo; y prevenir o desmontar todas las resistencias y protestas. Esta guerra cultural se propone que todos en todas partes acepten el orden que impone el capitalismo como la única manera en que es posible vivir la vida cotidiana, la vida ciudadana y las relaciones internacionales

Reprimidos o tolerados, aplaudidos o condenados por ser diferentes, pero siempre explotados, discriminados y avasallados, pretenden que renunciemos al pasado y el futuro y asumamos una homogeneización de conductas, ideas, gustos y sentimientos dictada por ellos. Y la guerra del lenguaje forma parte de esa contienda. Existe toda una lengua para lograr que las mayorías piensen como conviene a los dominadores o, en muchos casos, que no piensen. El principio de soberanía nacional fue sumamente debilitado en el mundo actual, pero esto es ocultado mediante expresiones como “lucha contra el terrorismo”, “intervención humanitaria”, “tratados de libre comercio”, “defensa de los derechos humanos”, “países fracasados” y otras.

En el siglo XXI, los imperialistas vuelven a ocupar militarmente países, pero a los ocupantes se les llama de cualquier manera menos invasores. Tratan de convertir en naturales las relaciones de vasallaje, el intervencionismo, el pago de tributos, el saqueo de los recursos. Lo que pretenden, en general, es desinformar, confundir, manipular, crear una opinión pública obediente –y, si es posible, entusiasta en su obediencia–, y convertir a las personas en público.

Hoy, el colonialismo cultural se distingue de las prácticas del pasado: se orienta a capturar audiencias masivas, y no sólo a la conversión de las élites; los medios de comunicación de masas, en particular la televisión, invaden el hogar y funcionan desde “dentro” y “por debajo” tanto como desde “fuera” y “por encima”. El mensaje es doblemente alienante: proyecta un estilo de vida y una atomizada serie burguesa de problemas y situaciones.

En esta supuesta era de la “democracia”, debe falsificar la realidad en el país imperial para justificar la agresión, convirtiendo a las víctimas en agresores y a los agresores en víctimas. El control cultural absoluto es la contrapartida de la total separación entre la brutalidad del capitalismo real existente y las ilusorias promesas del mercado libre.

A fin de paralizar las respuestas colectivas, el colonialismo cultural busca destruir las identidades nacionales. Para quebrar la solidaridad promueve el culto de la “modernidad” como conformidad con símbolos externos. Mientras desarticulan la sociedad civil y los bancos saquean la economía, los medios de comunicación modelan individuos con fantasías escapistas de la miseria cotidiana, señala el sociólogo estadounidense James Petras.

Hoy, mientras los europeos se nutren del pensamiento (la experiencia y el accionar) latinoamericano para salir de su crisis capitalista, soñando, incluso, en alcanzar la democracia participativa a través de la movilización popular, a nuestros países siguen llegando “expertos” y “pensadores”.

Parece el retorno de las carabelas y los espejitos de colores, para convencernos que no debemos soñar con utopías, para encarrilarnos en la teoría de “lo posible” (como hace 30 años). Pero el problema no es que sigan desembarcando, sino que todavía sigamos comprando espejitos de colores colonizadores, en lugar de entender, de una vez por todas, que debemos vernos con nuestros propios ojos para buscar nuestro propio futuro. Debemos rescatar nuestro pensamiento crítico, nacional y latinoamericano. Dejar de estar ciegos de nosotros mismos, mantener siempre la mirada al sur: ese es nuestro norte.

Miradas al Sur, Buenos Aires.

 

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