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Nacional

Metáfora viva

Por Alfredo Molano Bravo  

Doña María Currea de Aya era una mujer que no necesitaba presentación hace ya algunos años. Era para la aristocracia de tierra fría como Cayetana Fitz-James Stuart, duquesa de Alba, que murió como una uva pasa hace poco. Pálida y empolvada, doña María tenía tierras no sólo en la Sabana de Bogotá sino en regiones cálidas pero no ardientes. No resistía el calor.

La Duquesa de Alba era no sólo la latifundista más poderosa del reino, sino también la más escandalosa. Doña María, en cambio, era discreta pese a sus apellidos que le sonaban a la clase media como cascabeles. Un día –quizás una madrugada de desvelo– resolvió vender la hacienda que tenía en Pacho, Cundinamarca.

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Por Alfredo Molano Bravo  

Doña María Currea de Aya era una mujer que no necesitaba presentación hace ya algunos años. Era para la aristocracia de tierra fría como Cayetana Fitz-James Stuart, duquesa de Alba, que murió como una uva pasa hace poco. Pálida y empolvada, doña María tenía tierras no sólo en la Sabana de Bogotá sino en regiones cálidas pero no ardientes. No resistía el calor.

La Duquesa de Alba era no sólo la latifundista más poderosa del reino, sino también la más escandalosa. Doña María, en cambio, era discreta pese a sus apellidos que le sonaban a la clase media como cascabeles. Un día –quizás una madrugada de desvelo– resolvió vender la hacienda que tenía en Pacho, Cundinamarca.

Tanta prestación social a los peones, tanta visita de los alcaldes, tanto hueco en la carretera terminaron por desesperarla. El primer cliente fue el último. Lo había oído nombrar pero, por razones obvias, no le simpatizaba, aunque alguna vez había visto de pasada en el pueblo un establecimiento nuevo con nombre sonoro: Bar Chihuahua. Su propietario era Gonzalo Rodríguez Gacha.

Cuando doña María lo dejó acercar a su hacienda, él también era don y, además, también lo llamaban patrón. Tenía, según detalles que ella dio después, el pelo ensortijado y grasoso, y el hombre, mirándola de frente, le dijo: “Yo le compro todas sus tierras, señora, pero, eso sí –subrayó–, a puerta cerrada”. Es decir, agregó con altanería: “con todo lo que las haciendas tengan adentro”, mientras su compañera, una niña de 14 años, le servía un trago de whisky Royal Salute, 21 años, en una copa de plata. Doña María hervía de rabia al pensar que el piano traído a lomo de indio desde Honda, su poltrona de orejeras donde hacía la siesta, la mesa del comedor y el armario en comino crespo, y el escritorio de cortina desde donde pagaba al mayordomo y a las muchachas de servicio, fueran a terminar siendo la dote que el Mexicano le ofrecería a su doncella. Dijo no, pero cuando don Gonzalo le dio la espalda, le dijo, sí. Y don Gonzalo le dio 24 horas para salir de Pacho en su Packard negro con lo que llevaba puesto. Así fue. En la hora 25, todos los muebles, daguerrotipos, fotos, vajillas y pertenencias menores ardían frente al portón de lo que había sido una de las joyas de la corona de doña María Currea de Aya.

Pasó el tiempo. Don Gonzalo era una fiera para negociar –con sus pistolas de oro– tierras, casas, edificios, caballos y vírgenes. A cambio de matar miembros de la Unión Patriótica, las autoridades lo dejaron trabajar hasta que su poder se hizo un martillo amenazador. Sabía mucho. Lo mataron en una carretera “por allá en tierra caliente”, precisó doña María. Una tropilla de soldados duró varios meses en el sitio donde fue emboscado el Mexicano, por miedo a que no lo hubieran matado suficientemente. Poco a poco cayeron también muchos de sus socios, rivales y enemigos. Sus tierras fueron confiscadas, sus cédulas dadas de baja y regada sal en sus casas.

En manos de notarios, jueces y escribientes duraron las escrituras muchos años. Toneladas de papel sellado, firmadas y etiquetadas, eran trasteadas en carritos de mercado de juzgado en juzgado y de instancia en instancia, hasta que las propiedades –muchas adquiridas de buena fe– pasaron a Estupefacientes y el Incoder fue autorizado a parcelarlas y a distribuirlas entre campesinos desterrados. Se seleccionaron entre millones, algunos pobres, honrados y trabajadores sin tierra para que el presidente de la República fuera a entregarles los papeles de propiedad, y de paso a conocer –de lejos, eso sí– la monumental iglesia de El Divino Niño construida por don Gonzalo y bendecida por el mismísimo obispo de Zipaquirá.

Pasaron otros días y cuando los nuevos títulos fueron registrados y contrarregistrados, otros rancheros –hasta de buena fe, como dice don Pepe Lafaurie– fueron comprando muchas de las parcelas dadas por el Gobierno usando otro recurso de buena fe: promesas de compra-venta a 10 años. El papel todo lo aguanta porque de hecho esas tierras fueron ocupadas por los prometientes compradores, que de paso se comprometieron a enganchar a los prometientes vendedores como peones de las haciendas reconstituidas.

El Espectador, Bogotá.

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