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Nacional

Notas sobre las recientes elecciones en Estados Unidos

Por Atilio A. Boron  

Hay un consenso general entre politólogos y sociólogos críticos norteamericanos acerca de la creciente irrelevancia de los procesos electorales en Estados Unidos, habida cuenta de la demostrada incapacidad tanto del Congreso como de la Casa Blanca para adoptar decisiones que siquiera marginalmente lesionen –o intenten afectar– los intereses o las preferencias de las clases dominantes.

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Por Atilio A. Boron  

Hay un consenso general entre politólogos y sociólogos críticos norteamericanos acerca de la creciente irrelevancia de los procesos electorales en Estados Unidos, habida cuenta de la demostrada incapacidad tanto del Congreso como de la Casa Blanca para adoptar decisiones que siquiera marginalmente lesionen –o intenten afectar– los intereses o las preferencias de las clases dominantes.

Por eso algunos de los más distinguidos estudiosos de ese país han acuñado algunas expresiones para dar cuenta de esta realidad no siempre adecuadamente tenida en cuenta en los análisis más convencionales sobre la vida política estadounidense. Tal es el caso de Robert Dole Scott, quien en sus escritos habla del “Estado americano profundo”, o el “totalitarismo invertido”, término acuñado por el profesor emérito de Princeton Sheldon Wolin precisamente para referirse a la involución democrática en curso en el país del norte. En una lista que sería muy larga de enumerar habría que incluir también a un economista otrora del mainstream como Jeffrey Sachs que sin embargo participa de ese consenso. A propósito de las recientes elecciones de medio término escribió en su columna del Huffington Post que la pasada “fue una elección de multimillonarios […], multimillonarios de ambos partidos” y que como ya es sabido, “los ricos pagan los costos del sistema político al destinar miles de millones de dólares a fondos de campaña y financiamiento de lobbies para luego obtener billones de dólares de ganancias como contrapartida.”[1]Esta deplorable realidad dista de ser un rayo en un día sereno sino que es la maduración de una ominosa tendencia denunciada nada menos que por el ex presidente Dwight Eisenhower en su “Discurso de Despedida” del 17 de enero de 1961, ocasión en la que señaló los graves peligros que para el futuro de la democracia estadounidense entrañaba la constitución de un irresistible “complejo militar-industrial”.

Con estos recaudos in mente procedamos a elaborar algunas interpretaciones que surgen del análisis de las elecciones del pasado martes. La primera tiene relación con el carácter paradojal de su resultado. ¿Por qué? Porque el saber convencional y la práctica cotidiana de la política en todos los países insiste en señalar la importancia decisiva de la vida económica sobre el estado de ánimo y las preferencias del electorado. Ninguno lo manifestó con tan brutal sinceridad como el candidato Bill Clinton cuando, en la campaña electoral de 1992, le dijo a su contrincante, el por entonces presidente George H. W. Bush (padre): “¡es la economía, estúpido!”. Siendo esto así, ¿cómo explicar la aplastante derrota de los demócratas en un contexto económico como el actual, cuando la economía norteamericana estaba dando signos de recuperación? En el tercer trimestre del 2014, por ejemplo, el crecimiento del PIB fue del 3,5% y en el anterior había sido de 4,5%, guarismos estos que habrían provocado una jubilosa celebración en la mayoría de los gobiernos europeos. Claro está que este crecimiento macroeconómico no se reflejó en los ingresos de la masa asalariada que, según la Oficina de Estadísticas Laborales del gobierno de Estados Unidos, no quebraron el estancamiento (en precios constantes) que los afecta desde hace dos décadas y registraron en el mes de septiembre una caída de 0,2%. Esta incapacidad estructural de distribuir con un mínimo de equidad los frutos del crecimiento económico es una de las marcas permanentes del capitalismo norteamericano, y por supuesto grávida de consecuencias políticas. Entre ellas, las grandes manifestaciones del “Ocupemos Wall Street” y la lenta reaparición de una conciencia anticapitalista que hacía casi un siglo había desaparecido de la escena pública norteamericana. Retomando el hilo de nuestra argumentación, en anteriores oportunidades logros tales como la importante disminución del precio de la gasolina (que el año pasado se vendía a un precio promedio por galón de 3,94 dólares contra unos 3 dólares, e inclusive algunos centavos menos en algunas ciudades estadounidenses en las últimas semanas); o el descenso del desempleo hasta llegar al 5,9% de la PEA, el nivel más bajo de los últimos seis años; o la reducción del déficit fiscal y el mantenimiento de una baja tasa de inflación, por debajo del 2% anual, los que sumados al boom petrolero originado en la expansión de la explotación de yacimientos de gas y petróleo no convencionales hubieran ocasionado una respuesta favorable al gobierno de turno en las elecciones pasadas, pero esta vez no fue así. Esta extraña reacción explica la perplejidad de Obama en algunas de sus declaraciones antes y sobre todo después de conocerse el voto de castigo sufrido en las urnas.

Lo anterior pone en cuestión la relación mecánica entre economía y política, y obliga a abrir una segunda pista de indagación, a saber: ¿cuál es el papel ideológico que cumple el financiamiento privado de las campañas políticas? Como es sabido, la insólita –por ser profundamente antidemocrática– decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos de enero del 2010 legalizó la ilimitada financiación de las campañas electorales por parte de las corporaciones y las grandes fortunas a través de los llamados Comités de Acción Política. Estos no pueden hacer contribuciones directas a los partidos o a los candidatos pero sí pueden asignar todos los fondos que deseen, sin límite ni control alguno, para financiar la promoción de ciertos temas en sus campañas: anuncios en la radio, televisión y prensa; redes sociales; correos electrónicos o mensajes de texto masivos concebidos para apoyar o derrotar a un candidato en sintonía con los intereses y preferencias de los donantes en relación con asuntos de su especial preocupación, tales como regulación ambiental, control de armas, desregulación financiera, reducción de impuestos, gasto público, aborto, etcétera. Si bien los datos no están disponibles con un adecuado grado de desagregación lo que puede afirmarse sin duda alguna que esta ha sido la elección de medio término más cara de la historia de Estados Unidos, con un costo formalmente establecido de 3.600 millones de dólares pero que, algunos observadores como el propio Jeffrey Sachs, estiman que la cifra real se ubica por encima de esa marca. En su artículo del Huffington Post escribe que los Hermanos Koch, los dueños de Koch Industries –la segunda mayor compañía privada de Estados Unidos, con ingresos anuales de 115.000 millones de dólares en 2013 por su actividad en el sector petrolero– aportó por lo menos 100 millones de dólares para favorecer candidaturas complacientes con la generalización del fracking. Es sabido también que varias empresas asociadas a los “fondos buitre” apoyaron con fuertes sumas de dinero a algunos candidatos republicanos en ciertos distritos clave. Tal como lo anotaran algunos analistas, el papel corruptor y distorsionador del dinero se ha dejado sentir fuertemente en esta elección creando, con la ayuda de los medios hegemónicos en ese país, un “clima de opinión” hipercrítico y de generalizado descontento que no parece tener mucho que ver con la realidad, y esto es lo que, a nuestro juicio, constituye una de las paradojales sorpresas de esta elección en donde el poder del dinero se manifestó como nunca antes. No hay muchos ejemplos anteriores en donde con una situación económica como la señalada más arriba el gobierno de turno hubiese recibido una paliza electoral como le fuera propinada a Obama. Conviene tomar nota de esta lección porque procesos de “deformación” de la opinión pública están también operando en los países de Nuestra América.

Tercero: sin duda que la victoria republicana fue arrolladora, haciendo estragos inclusive en tradicionales baluartes demócratas, como Massachusetts, Maryland o Illinois. Pero si se observa la traducción de sus votos en escaños se nota que, en el Senado, obtuvo una mayoría relativamente ajustada (52 sobre 100) que sólo podría estirarse a 54 si los resultados favorecieran a los republicanos en el balotaje que tendría lugar a fines de año y comienzos del próximo en dos estados (Alaska y Louisiana). Sin duda se trata de la peor derrota sufrida por un mandatario demócrata desde los tiempos de Harry S. Truman, quien en su primer turno presidencial perdió la elección de medio término de 1946. Allí también se produjo una avalancha conservadora que hizo que los republicanos accedieran al control de ambas cámaras del Congreso por primera vez desde 1928. Tal vez sirva de consuelo a los demócratas de hoy recordar que dos años más tarde y contra todos los pronósticos –que daban como seguro ganador al candidato republicano Thomas Dewey– Truman sería reelecto para un nuevo mandato. De todos modos hay que decir que el control de ambas cámaras no significa gran cosa toda vez que la Casa Blanca dispone de un poder de veto que impide que una ley entre en vigor si no es refrendada por el presidente. Es cierto que esta prerrogativa puede ser neutralizada por una insistencia del congreso, pero para ello se requiere contar con los dos tercios de los votos de representantes y senadores, una situación imposible dada la presente correlación de fuerzas partidarias surgida de la pasada elección. Por ejemplo, se ha escuchado en estos días a muchos representantes y senadores republicanos amenazar con derogar la reforma del sistema de salud –moderada sin duda– aprobada por iniciativa de la Casa Blanca. Ante ello Obama ha declarado que jamás firmaría una ley que acote o limite los alcances de aquella reforma. En todo caso, y más allá de esta referencia histórica, lo cierto es que Obama recibió un durísimo golpe que lo obligará a tomar una decisión crucial para enfrentar los dos últimos años de su mandato y evitar ser “el pato rengo” que usualmente describen los politólogos en casos como este. ¿Seguir con sus ambigüedades y vacilaciones, exhibidas in extremis en la legislación migratoria, o relanzar con firmeza su agenda política original para recuperar la lealtad del electorado demócrata?

Cuarto: el éxito de los republicanos tiene otra arista que es imprescindible examinar. A diferencia del pasado reciente, los candidatos de ese partido se beneficiaron por la pérdida de impulso del Tea Party y pudieron, por lo tanto, atenuar algunas de sus posturas más extremas proyectando una imagen de cierta moderación que antaño había sido arrojada por la borda, muy en su detrimento. En todo caso fueron capaces de capitalizar para sí el desprestigio que rodea a la clase política en Estados Unidos. Contrariamente a una creencia muy difundida la aprobación popular del Congreso es muy inferior a la del presidente: 12,7% contra un 42,2% del ocupante de la Casa Blanca. Obviamente, hay allí una disonancia muy llamativa en esas orientaciones actitudinales, misma que se agrava cuando se tiene en cuenta que el 66,0% de los entrevistados declaran que el país “marcha por el rumbo incorrecto” –a pesar de los datos macroeconómicos arriba señalados– e hicieron saber de su desilusión y disgusto con la gestión de la Casa Blanca votando a sus tradicionales oponentes. Lo curioso del caso es que los republicanos no explicitaron para nada cual sería el rumbo que seguirían en caso de llegar a la presidencia, si bien hay razones para suponer –como lo hace Sachs– que su proyecto insistiría en reducir los impuestos a las corporaciones y los ricos, y desregular aún más el mercado laboral y el sistema financiero y debilitar los controles medioambientales. Es decir, agravando el hiato que separa el 1% más rico del resto de la población norteamericana.

Para concluir, una breve referencia a la gravitación que el resultado del martes podría tener en el ámbito hemisférico. Tal como lo señala Ángel Guerra, Obama podría hacer uso de sus “inmensas facultades ejecutivas en materias que no está obligado a pedir la autorización del Congreso” [2]. Una es el tema migratorio, y en el cual su indecisión le ha costado muy caro en el electorado latino que no le perdona esa actitud y su indiferencia ante la deportación de unos 2 millones de inmigrantes indocumentados durante sus años en la Casa Blanca, una cifra cercana al total de deportaciones efectuadas en los veinte años anteriores a su llegada a la presidencia. Otro tema es la normalización de las relaciones con Cuba, tal como ha sido exigida por numerosos sectores dentro de Estados Unidos y en diversos editoriales por el mismo New York Times. Un elemento crucial en esta agenda sería el canje de los tres luchadores antiterroristas cubanos que aún permanecen injustamente presos en las cárceles estadounidenses por el “contratista” norteamericano Alan Gross, detenido en Cuba por realizar actividades de carácter sedicioso en la isla. El periódico neoyorquino recuerda que pese a su retórica de intransigencia Washington canjeó cinco talibanes presos en el país por un soldado norteamericano secuestrado en Afganistán de modo que ¿por qué no hacerlo con La Habana? Otra área sería la flexibilización del bloqueo, aun cuando su levantamiento sólo lo puede decidir el Congreso. Pero está en manos de Obama impedir la aplicación de sanciones de una severidad sin precedentes a instituciones comerciales y bancarias de terceros países que tramitan los negocios de importación y exportación de Cuba. Otro tema podría ser el abandono de la política de “exportación de la subversión” seguida en contra de los gobiernos de izquierda de la región, principalmente Bolivia, Ecuador y Venezuela aparte de Cuba, y acabar con los proyectos desestabilizadores viabilizados por agencias tales como la USAID, la NED y, por supuesto, el “terrorismo mediático” apadrinado por la Casa Blanca. En poco tiempo más podrá juzgarse si Obama tenía o no las agallas para encauzar las relaciones hemisféricas en consonancia con la legalidad internacional. Mientras tanto los países de América Latina y el Caribe deberían profundizar los procesos de integración supranacional en curso porque nada autoriza a pensar que en un futuro cercano las relaciones entre el imperio y nuestros países podrían instalarse en un horizonte de respeto y mutua colaboración. Recordar que no sólo el capitalismo es incorregible; el imperialismo también.

[1] Cf. Sheldon Wolin, Democracia S. A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido (Buenos Aires: Katz Editores, 2008). Peter Dale Scott, The American Deep State Wall Street, Big Oil, and the Attack on U.S. Democracy (Washington, D.C. : Rowman & Littlefield Publishers, 2014). La nota de Jeffrey Sachs, “Understanding and overcoming America’s plutocracy” apareció en el Huffington Post del 6 de Noviembre. Disponible en: http://www.huffingtonpost.com/jeffrey-sachs/understanding-and-overcom_b_6113618.html

[2] Angel Guerra Cabrera, “Elecciones en Estados Unidos: ¿y América Latina qué?, en La Jornada (México), 6 de Noviembre 2014. Disponible en: http://www.jornada.unam.mx/2014/11/06/opinion/024a1mun

Buenos Aires.

 

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