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Palabras de Carlos Gaviria al recibir el doctorado honoris causa otorgado por la Universidad Nacional de Colombia en septiembre de 1998

Confieso, sin asomo alguno de pudor, que este sorpresivo homenaje me gratifica por lo honroso y me abruma por lo benevolente. Deploro la vanidad que se disfraza de modestia con la esperanza mezquina de que el elogio se duplique. Tengan la certeza de que en este caso no incurro en el tópico que juzgo censurable. Es de todo corazón que proclamo la gratuidad de la distinción que se me confiere.

Pocas cosas dignas de ser contadas he hecho en mi vida. Pudieran reducirse a estas dos: he enseñado Derecho por más de 30 años en una universidad pública, allí mismo donde lo aprendí.

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Confieso, sin asomo alguno de pudor, que este sorpresivo homenaje me gratifica por lo honroso y me abruma por lo benevolente. Deploro la vanidad que se disfraza de modestia con la esperanza mezquina de que el elogio se duplique. Tengan la certeza de que en este caso no incurro en el tópico que juzgo censurable. Es de todo corazón que proclamo la gratuidad de la distinción que se me confiere.

Pocas cosas dignas de ser contadas he hecho en mi vida. Pudieran reducirse a estas dos: he enseñado Derecho por más de 30 años en una universidad pública, allí mismo donde lo aprendí.

Pero no fue esa una elección virtuosa sino claramente hedonística, porque el ejercicio pedagógico no ha sido para mí una penitencia sino un modo de sentirme feliz. Y la suerte, generosamente, ha dispuesto que lo continúe bajo una modalidad más exigente y apremiante pero igualmente gozosa: la magistratura. No es casual que maestro y magistrado se identifiquen en su raíz lingüística. Mi experiencia puede testificar el acierto dictado por la etimología. Sólo que a la reflexión lúdica del scholar se añade un elemento grave y perturbador: la responsabilidad de tomar decisiones con efectos capaces de transformar la realidad social a corto plazo.

Dicen que Sócrates se conturbó tanto cuando la pitonisa de Delfos lo señaló como el hombre más sabio de Atenas, que empezó a averiguar minuciosamente la razón de dictamen, pues a la vez que lo juzgaba desmesurado, no podía contradecirlo sin menguar la autoridad de Apolo, a la que adhería sin vacilación. Al fin, el reconocimiento de sus propias limitaciones fue la clave pata descifrar el enigma. Guardadas proporciones (¡y qué proporciones!), yo me hallo en un predicamento parecido. Pues sería presunción vana proclamarme digno del reconocimiento; pero empeñarme en demostrar mi inepcia, significaría desconocer la autoridad de una institución que venero. Y, para mayor confusión mía, se asocia mi nombre, en esta ceremonia de colación, al de un matemático insigne, un dramaturgo y un pintor – ellos sí- con merecimientos reconocidos mundialmente y por quienes profeso honda admiración.-

Con su agudeza de ensayista fulgurante, Milan Kundera ha contrapuesto a Dostoiewski y Kafka en estos luminosos términos: “Raskolnikov no puede soportar el peso de su culpabilidad y, para encontrar la paz consiente voluntariamente en ser castigado. Es la conocida situación en la que la falta busca él castigo. En Kafka se invierte la lógica. El que es castigado no conoce la causa del castigo. Lo absurdo del castigo es tan insoportable que, para encontrarla paz el acusado quiere hallar una justificación a su pena: el castigo busca la falta”

Yo, como el protagonista de “El proceso”, me encuentro en una situación análoga, pero más amable: dado el premio, tengo que rastrear el mérito que lo justifique.

Esta es mi conjetura: Creo que es razonable entender que el Consejo Superior de la Universidad me ha elegido -sin duda un inmenso honor- para destacar la importancia de pensar en función de normas y de aplicar normas, en una sociedad que ha llegado a la agonía por ignorarlas.

Es la Universidad Nacional de Colombia, nuestra Universidad por antonomasia, la que, so pretexto de reconocer unos méritos personales ficticios, transmite al país este hermoso mensaje moral.

 

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