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Nacional

Para vivir en paz sin corrupción

Por Octavio Quintero  

El delito más prominente en Colombia es, evidentemente, la corrupción en sus distintas manifestaciones: extorsión, soborno, peculado, fraude, tráfico de influencias y colusiones, presentes en todos los escenarios de la actividad pública y/o privada, tanto en el orden nacional como departamental y local.
 
Cuando el nivel de corrupción estaba en “sus justas proporciones” (recordando la famosa frase del expresidente Turbay Ayala –1978-1982), a la gente le daba pena robar.

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Por Octavio Quintero  

El delito más prominente en Colombia es, evidentemente, la corrupción en sus distintas manifestaciones: extorsión, soborno, peculado, fraude, tráfico de influencias y colusiones, presentes en todos los escenarios de la actividad pública y/o privada, tanto en el orden nacional como departamental y local.
 
Cuando el nivel de corrupción estaba en “sus justas proporciones” (recordando la famosa frase del expresidente Turbay Ayala –1978-1982), a la gente le daba pena robar.

Era, quizás, la autoestima que frenaba la corrupción. Hoy no: la corrupción ha logrado derrotar la conducta ética y la moral pública en el sentido en que ya casi a todos a quienes se les presenta la “oportunidad calva”, les importa un bledo robar.
 
Y no se les da nada porque, aparte de haberse perdido la vergüenza, la corrupción también ha derrotado la ley, merced a la gran impunidad que cobija a los llamados delincuentes de cuello blanco, de un lado, y de otro, porque si algún delito paga bien, es la corrupción… ¿Qué tanto es –se dicen—de cinco a ocho años de cárcel (en el muy remoto caso de que las denuncias prosperen), y salir libre embolsillándose de cinco  a ocho mil millones de pesos? Haga cuentas: en el peor de los casos, 20 o 30 millones de pesos mensuales.
 
Y la conclusión que sigue es… “no hay nada qué hacer”, dice la gente con visible resignación y, en cierta forma,  resistiéndose inexplicablemente a participar seriamente en un proceso político capaz de revertir tan dramática tendencia, reflejada patéticamente por la Fiscalía General en un informe de 60 páginas en el que revela que 559 alcaldes y 10 gobernadores de los que se aprestan a posesionarse este primero de enero del 2016 tienen, en total, 2.495  procesos con la justicia.
 
Un colega periodista –Carlos Piñeros–, exeditor económico de El Tiempo, propone como solución la educación política. Loable su propuesta pero ¿qué educación política se puede esperar de funcionarios públicos, rectores de dicha educación, elegidos mediante artimañas que no terminan en su contra por aquello del debido proceso?
 
Y es que, según nuestro modelo judicial, extremadamente garantista en un mundo corrompido, ha devenido en amparo de ladrones, pues, tener procesos de orden penal o disciplinario en contra, no afecta el eventual desempeño de cargos públicos en la medida que se garantiza la presunción de inocencia.
 
Es aquí donde entra en juego la impunidad, y para no alargar más este cuento, tómese como ejemplo el caso del gobernador de Cundinamarca, Álvaro Cruz, quien durante tres años ejerció el cargo seriamente comprometido desde el inicio en el escándalo del carrusel de la contratación en Bogotá, por lo que ahora está preso. Y recuérdese igualmente el caso del gobernador de la Guajira, Kiko Gómez, quien también fungió como gobernador hasta hace poco y, fuera de eso, logró llevar al cargo en las pasadas elecciones a su pupila Oneida Pinto, con el aval de Cambio Radical, el partido del actual vicepresidente, Vargas Lleras, a quien muchos desde ya dan como seguro futuro Presidente en el 2018.
 
Claro que la educación política es una propuesta válida… Pero el enfermo está más grave y requiere de urgencia otro tratamiento.
 
¿Qué tal, como medida preventiva, reformar el Código Penal Colombiano en aquello del debido proceso cuando se trate de aspirantes a cargos públicos de elección popular de personas incursas en investigaciones seriamente avaladas por los entes de control como la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría?
 
Más que el aval de los partidos políticos, que se ha convertido en feria electoral cada cuatro años, lo que debiera requerirse para aspirar a la Presidencia, las gobernaciones y las alcaldías es un certificado de buena conducta o paz y salvo de los entes mencionados, y si nos apuramos, extiéndase también ese tipo de aval moral a todos los aspirantes a corporaciones públicas de elección popular.
 
Y, cuando se trate de condenas por corrupción, no solo condenar al delincuente sino obligarle a la reparación del daño causado, porque esa es otra falencia de la justicia penal, que nos hace creer que con castigar al victimario queda reparado el daño a la víctima. La justicia restaurativa, esa de la que se está hablando en los diálogos de paz de La Habana, y que las Farc acaban de inaugurar en Bojayá, está por estrenar en Colombia.
 
Pero esto es harina de otro costal porque, de momento, este ya se llenó…

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