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Nacional

Silla masajeadora

Por Alfredo Molano Bravo  

A las tres de la mañana sonó el teléfono fijo. Sabía quién era porque ella no tiene celular desde que perdió el empleo por no someterse a las exigencias amorosas de un subalterno de su jefe. Está desempleada. Tenía la voz quebrada. “Haz algo —me dijo—. Me muero del dolor”, y colgó. Media hora más tarde salíamos para el hospital. Paga obligatoria y cumplidamente a una EPS para que su hoja de vida sea considerada por cualquier empleador y para cubrir una eventualidad como la que la tenía postrada. Está afiliada a Cafesalud, la empresa heredera de los cinco millones de usuarios de la asaltada Salucoop.

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Por Alfredo Molano Bravo  

A las tres de la mañana sonó el teléfono fijo. Sabía quién era porque ella no tiene celular desde que perdió el empleo por no someterse a las exigencias amorosas de un subalterno de su jefe. Está desempleada. Tenía la voz quebrada. “Haz algo —me dijo—. Me muero del dolor”, y colgó. Media hora más tarde salíamos para el hospital. Paga obligatoria y cumplidamente a una EPS para que su hoja de vida sea considerada por cualquier empleador y para cubrir una eventualidad como la que la tenía postrada. Está afiliada a Cafesalud, la empresa heredera de los cinco millones de usuarios de la asaltada Salucoop.

Doblada del dolor la bajé en Urgencias de la EPS en el barrio La Alameda de Cali. El portero, uniformado, armado y trasnochado, le dijo: “Aquí no atienden esos casos, debe ir a la Clínica Norte”. La misma donde habían muerto dos pacientes haciendo cola la semana pasada. Allí, de nuevo, un vigilante: “¿Cuál es el motivo de su consulta?”, preguntó, atravesándose en la puerta. “Fuera de lo que ve, no sabemos”, le respondí. “Siéntese ahí”, dijo mirando al siguiente paciente que llegaba. Una hora más tarde, debajo de un televisor a todo volumen, una señorita le preguntó una vez más: “¿Causa de la consulta?”. “No sé —respondió mi amiga—, tengo un dolor en la barriga que no me deja hablar”. “Ah, bueno, regáleme su cédula, siéntese que ya la llaman”. Era el sábado cinco de marzo a las ocho de la mañana.

A medio día la llamaron por su nombre. “¿No la han atendido?” preguntó, rutinario, un enfermero. “Pues no —le respondí—, pero ¿podrán atenderla aunque sea para hacerle la necropsia?” le tiré a la cara. “No sé, tal vez”, me respondió imperturbable. A las cinco de la tarde, 12 horas después de haber entrado al hospital, me acerqué con cara de pregunta a la recepción: “Señor —me dijo la empleada—, tenga paciencia, van en el número 0086 y ustedes tienen el 0456”. Seis horas más tarde, sin que hubiéramos probado bocado, un médico volvió a preguntar: “¿Causa de la consulta?”. Ella estalló. Traté de mediar: “Dolor de barriga”, dije. En el pasillo la subieron en una camilla y ahí mismo, delante del resto de pacientes, la examinaron. Resultado del veredicto: costilla inflamada; fórmula: “Una inyección de Diclofenaco y una de Tramadol, por ahora. Para mañana, Naproxeno. De continuar el dolor, pida una cita en el Centro o por internet”. Yo estuve a punto de matar al médico: “¿Otras 15 horas para la misma pregunta mañana?”. Se rió cínico: “sí, pero sin dolor”.

Pasamos al dispensario: “Señora”, dijo la empleada, “regrese a donde el doctor porque se equivocó. No hay Naproxeno en pastillas sino en suspensión. ¿Usted no tendrá Ibuprofeno en su casa?”. “Ella no tiene casa”, le grité yo. “Entonces, haga cola para que le cambien la fórmula”, me respondió sin inmutarse. Una profesional adiestrada para responder reclamos.

A pesar de ser la una de la madrugada, decidimos ir a una clínica privada. De entrada, las mismas preguntas; luego un examen previo, y por último, la remisión a la Clínica de Los Remedios. Nueva cola, nuevo examen. Diagnóstico: colon inflamado. Orden de colonoscopia, tres días después. Llevábamos más de 24 horas tratando de que el sistema funcionara. Nada. Entonces, clínica privada: $280.000 para pagar el examen. Pregunté: “Y si llegara a necesitar una cirugía, ¿cómo se hace?”. “Fácil: se consignan cinco millones y se va descontando”. Mientras la examinaban leí en El Espectador: asesinado el revisor fiscal de Cafesalud el día antes de entregar a la junta directiva de la entidad un informe contable sobre la deuda de la entidad a la Dian de $350.000 millones y sobre los $1,3 billones de gastos administrativos, entre los cuales estaban sillas masajeadoras para el director, doctor Guillermo Grosso, y camionetas blindadas para él y para su familia. Fue destituido, como lo fue el anterior director de Salucoop, doctor Palacino, a quien le gustaban los pisos de mármol en sus casas.

El Espectador, Bogotá.

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