Nacional
Tierras y posconflicto
Por Alfredo Molano Bravo
El posconflicto está de moda; todo el mundo habla del tema. Se organizan foros, conferencias, conversatorios, charlas; se escriben columnas, editoriales, notas. Se dictan cursos especializados, se ofrecen diplomados, se abren carreras completas. Nadie se escapa de la tentación.
Y con razón, se trata de nuestro futuro. El Gobierno, en cambio, elabora un Plan Nacional de Desarrollo (PND) como si nada pasara o fuera a pasar, como si en La Habana se reunieran espectros.
Por Alfredo Molano Bravo
El posconflicto está de moda; todo el mundo habla del tema. Se organizan foros, conferencias, conversatorios, charlas; se escriben columnas, editoriales, notas. Se dictan cursos especializados, se ofrecen diplomados, se abren carreras completas. Nadie se escapa de la tentación.
Y con razón, se trata de nuestro futuro. El Gobierno, en cambio, elabora un Plan Nacional de Desarrollo (PND) como si nada pasara o fuera a pasar, como si en La Habana se reunieran espectros.
No reconoce en el PND ninguno de los avances logrados en la mesa y, sin embargo, lo hace a su manera. Al Fondo de Tierras —punto uno de la agenda— lo bautiza ahora con la pomposa y trasnochada expresión de “Reserva de Baldíos”, que no es lo mismo, pero es igual. Somos dados a la gramática, especializados en el diptongo y en otras reglas del juego semántico. El Gobierno está en pos de recuperar la soberanía sobre las tierras baldías apelando a la clarificación de papeles para definir títulos como se debe. Por tanto, desconocería aquellos que se falsificaron en las notarías, o que tienen un documento nominal como la “carta-venta”, o que, en fin, se acogen con confianza a la vieja jurisprudencia de “morada y labor” de las Partidas de Alfonso el Sabio, pasando por la tan nombrada “función social de la propiedad”.
Inclusive podría anular títulos de campesinos a los que el Incora adjudicó tierras. La tentativa no es nueva y de alguna manera remite a la “prueba diabólica”, una sentencia de la Corte Suprema de Justicia de 1926 que suponía que un predio era baldío hasta que se exhibiera el título original. Los terratenientes echaron babaza de la ira cuando se conoció el pronunciamiento. Fue una de las causas del conflicto agrario en el que seguimos enredados. Pero el problema no es sólo de dónde van a salir esas tierras sino qué piensa hacer con ellas el Gobierno.
El PND dice que los baldíos recuperados serán adjudicados a lo que ahora llama “trabajadores agrarios”, borrando de paso la figura de “campesinos”, que es una categoría asociada al trabajo familiar. Al borrar de un tirón el término campesino, parte de ese conjunto de eventuales adjudicatarios de tierras baldías: los empresarios y los terratenientes. Y es que por ahí va el agua al molino. La repartición de las reservas de baldíos será una especie de piñata y cuando algún alto funcionario le pegue a la olla, todos los interesados brincarán a echarle mano a lo que puedan y entonces los que más babas tengan, más harina comerán. ¿Por qué —pregunto— dentro de los potenciales beneficiarios de la piñata, el Gobierno no habla ni nombra las zonas de reserva campesina (ZRC), siendo como son una figura jurídica de la Ley 160 de 1994? Las Reservas Campesinas fueron estigmatizadas como repúblicas independientes por esa siniestra trinca de terratenientes, empresarios y generales. Uribe las persiguió y quiso desaparecerlas no sólo de la ley. Cuando se posesionó Santos, una de sus primeras movidas fue devolverle a la reserva campesina del río Cimitarra la personería jurídica, lo que abrió un postigo para que 60 organizaciones campesinas pidieran ser también reconocidas como ZRC. Traducida la solicitud a hectáreas —nueve millones—, los terratenientes temblaron, gritaron, amenazaron y el Gobierno reculó en redondo. Dijo que la iniciativa quedaba en salmuera, pero nunca salió de ese limbo. En contraste y desafiando, la Corte Constitucional emitió la sentencia C-371 de 2014, que se debería convertir en guía de la política de distribución de tierras desde ahora. Cito en extenso la definición y defensa jurídica que el alto tribunal hace de las ZRC. El país debe conocer el pronunciamiento y los campesinos deberían defenderlo:
“Las zonas de reserva campesina son una figura de ordenamiento social, político y ambiental, cuyas principales implicaciones pueden resumirse en la posibilidad de limitar los usos y la propiedad de la tierra para evitar su concentración o fraccionamiento antieconómico, y el beneficio de programas de adjudicación de tierras, así como apoyo estatal para el desarrollo de proyectos de desarrollo sostenible concertados con las comunidades”.
El Espectador, Bogotá.