Internacionales
A las puertas del infierno:El imperio del caos
Tom Engelhardt, TomDispatch, Rebelión, noviembre 19 de 2016
Con Trump de presidente, ¿se acaba el experimento estadounidense?
Lo único que se puede decir de los imperios es que, en su culminación –o en las cercanías de ella– siempre representaron tanto un principio de orden como de dominación. Por lo tanto, he aquí lo desconcertante de la versión estadounidense de un imperio en los tiempos en que se decía que este país era “la única superpotencia”, cuando estaba destinando más dinero a sus fuerzas armadas que el conjunto de las 10 naciones que le seguían en el mundo en relación con los gastos militares: ha sido un imperio del caos.
Tom Engelhardt, TomDispatch, Rebelión, noviembre 19 de 2016
Con Trump de presidente, ¿se acaba el experimento estadounidense?
Lo único que se puede decir de los imperios es que, en su culminación –o en las cercanías de ella– siempre representaron tanto un principio de orden como de dominación. Por lo tanto, he aquí lo desconcertante de la versión estadounidense de un imperio en los tiempos en que se decía que este país era “la única superpotencia”, cuando estaba destinando más dinero a sus fuerzas armadas que el conjunto de las 10 naciones que le seguían en el mundo en relación con los gastos militares: ha sido un imperio del caos.
En septiembre de 2002, Amr Moussa, por entonces secretario general de la Liga Árabe, hizo una advertencia que nunca he olvidado. La intención de la administración Bush de invadir Irak y derrocar a su gobernante, Saddam Hussein, ya era del todo evidente. De dar ese paso, insistía Moussa, se “abrirán las puertas del infierno”. Su presagio pasó a ser cualquier cosa menos una hipérbole, y las puertas no volvieron a cerrarse nunca.
Las guerras en casa
De hecho, desde el comienzo de la invasión de Afganistán, en octubre de 2001, todo lo que tocaron las fuerzas armadas de Estados Unidos en estos años se ha convertido en polvo. Varios países del Gran Oriente Medio y África se han venido abajo agobiados por el peso de la intervención estadounidense o la de sus aliados, y los movimientos terroristas –unos más nefastos que otros– se diseminaron notable e incontroladamente. En estos momentos, Afganistán es una zona de desastre; un Yemen, atormentado por la guerra civil, una brutal campaña de bombardeo aéreo de la fuerza aérea Saudí –respaldada por Estados Unidos– y las acciones de grupos terroristas cada vez más activos, prácticamente ha dejado de existir; de Irak lo menos que se puede decir es que ahora es un país desgarrado por las luchas sectarias; Siria, casi no existe; en estos días, Libia ya no es una nación; y Somalia es un agrupamiento de feudos y movimientos terroristas. En conjunto, para la más poderosa potencia del planeta, que en una actuación muy poco imperial, haya sido incapaz de imponer su superioridad militar o algún tipo de orden a cualquier país o grupo –esté donde esté el sitio que haya elegido para actuar– en todo este tiempo, se trata de todo un récord. Resulta difícil recordar un antecedente histórico de esto.
Mientras tanto, desde los destrozados territorios del imperio del caos, fluyen las oleadas de millones de refugiados, algo que no se veía desde el final de la Segunda Guerra Mundial en vastas porciones de la Tierra que habían sido convertidas en cascotes. Una sorprendente proporción de la población –incluyendo muchísimos niños– de varios países fracasados o a punto de serlo se ha visto obligada al exilio interno o ha sido forzada a cruzar fronteras para huir y, desde Afganistan hasta el norte de África o Europa, está sacudiendo el planeta y provocando desasosiego (mientras, aquí, fantasiosas versiones de fabricación local agitan las elecciones estadounidenses).
Es una especie de tópico el decir que, más temprano que tarde, las guerras fronterizas de los imperios llagan a casa para amenazar al centro del imperio en formas curiosas. Ciertamente, este ha sido el caso en relación con nuestras guerras en la periferia. En variadas formas –desde la militarización de las policías hasta la utilización de drones de espionaje en nuestros propios cielos y de tecnología de vigilancia ensayada en remotos campos de batalla –es obvio que en el Estados Unidos posterior al 11-S, los conflictos han regresado a ‘la patria’, aunque prestáramos casi siempre muy poca atención a este fenómeno.
Esto, sospecho, es la forma menos importante en que nuestras guerras han sido repatriadas. Lo que ha quedado claro tras las lecciones de 2016 es que el imperio del caos ya no es un suceso que tiene lugar en zonas remotas del planeta. Está con nosotros, en Estados Unidos, aquí mismo y ahora mismo. Y ha llegado a casa de una manera que nadie ha intentado todavía encontrarle su verdadero sentido. ¿Puede usted sentir la profunda y extendida sensación de desorden que está en el corazón mismo de la estrafalaria campaña electoral que trastornó a este país y reintrodujo en el pensamiento dominante las más extremas formas de racismo y xenofobia que, con la elección de Donald Trump para la presidencia, podrían en realidad no acabar nunca? Acudamos a la expresión que Chalmers Johnson tomó prestada de la CIA para popularizarla y pensemos en esto: en cierto modo es el colmo de la secuela imperial.
Estamos ante una historia que debe ser escrita: cómo semejante desorden llegó a casa; cómo trastocó el sistema [político] y la forma democrática de gobernar en Estados Unidos; cómo un proceso comenzado hace varias décadas, no en la consternación de la derrota o el desastre, sino en un tiempo de triunfo imperial sin precedentes, nos ha debilitado tanto. Si tuviera que elegir una fecha para el inicio de esta historia, pienso en 1979, en Afganistán, un país que, si usted fuera un estadounidense normal –no un mochilero hippie– le costaría mucho encontrar en un mapa. Si en ese momento alguien le hubiese dicho que, después de casi cuatro décadas, su país se encontraría implicado en una serie de guerras durante por lo menos 25 años, no hay dudas de que usted le hubiera considerado loco.
Sin embargo, en cierto modo, el imperio del caos comenzó con una victoria tan sorprendente, tan completa, tan imperial que, en esencia, ayudó a la implosión de la otra superpotencia: el “Imperio del Mal”, la Unión Soviética. De hecho, empezó con el deseo de Zbigniew Brzezinski, el asesor en cuestiones de seguridad nacional de Jimmy Carter, de darles una gran paliza a los rusos o, para ser más preciso, hacer que degustaran algo parecido a lo vivido por Estados Unidos en Vietnam, es decir, meter al Ejército Rojo en un atolladero. En esta visión, durante una década, la CIA conduciría un vasto programa de guerra encubierta financiando, armando y adiestrando a fundamentalistas que se oponían tanto al ala izquierdista del gobierno de Kabul como al Ejército Rojo de ocupación. Para hacerlo, se compincharon con dos funestos aliados: los saudíes, que estaban dispuestos a derramar allí su dinero proveniente del petróleo para apoyar a los combatientes muyahidines más extremistas y el servicio de inteligencia pakistaní, el ISI, que estaba tratando de controlar los acontecimientos en ese territorio, sin que le importara el elenco de personajes dispuestos a participar en la empresa.
Tal como les pasó a los estadounidenses en Vietnam, para los rusos Afganistán terminó siendo lo que el líder soviético Mikhail Gorbachev llamó “la herida sangrante”. Una década más tarde, el vencido Ejército Rojo regresaría cojeando a casa y, en los dos años siguientes, una vaciada Unión Soviética –que nunca había sido todo lo poderosa que Washington imaginaba– se derrumbaría; este triunfo fue tan sorprendente que a las elites políticas estadounidenses al principio les costó asimilarla. Después de casi medio siglo, acabada la Guerra Fría, una de las dos “superpotencias” aún existentes había abandonado el escenario mundial en derrota, y por primera vez desde que los europeos se arriesgaron a cruzar los océanos con sus barcos de madera para conquistar tierras lejanas, una única gran potencia había quedado en pie sobre el planeta.
Si se observa la historia de los últimos siglos, el sueño de Bush, Cheney y Cía. que imaginaban que Estados Unidos dominaría el mundo como ninguna otra potencia del pasado, ni siquiera los romanos o lo británicos, pareció siempre tener cierto sentido. Pero en aquel triunfo de 1989 también estaban las semillas del caos futuro. Para derrotar a los soviéticos, la CIA, junto con los saudíes y pakistaníes habían creado y armado grupos de extremistas islámicos que –después se vio– no tenían intención de marcharse una vez que los rusos fueran expulsados de Afganistán. No sorprenderé, precisamente, al lector si además le digo que en esas decisiones, en ese momento de triunfo, está la génesis de los futuros ataque del 11-S y, muy curiosamente, tal vez incluso el futuro surgimiento de un candidato presidencial, y hoy presidente electo, tan extravagante que a pesar de los billones de palabras que se han dicho sobre él, sigue siendo un fenómeno que desafía cualquier intento de comprensión.
Como nuestro primer candidato de la ‘decadencia’, Donald J. Trump expresa al menos algo nuevo y verdadero sobre la naturaleza de nuestro país. En la frase que él trató de convertir en su marca registrada en 2012 y con la que lanzó su campaña presidencial en 2015 –“Volver a hacer una América grande”–, Trump capturó un sentimiento profundo presente en millones de estadounidenses: que el imperio del caos de verdad había llegado a nuestras costas y que, al igual que la Unión Soviética de 25 años atrás, Estados Unidos podía, aunque lentamente, estar entrando en una época en la que (salvo él, naturalmente) la ‘grandeza’ era algo que estaba moribundo.
Desmedidas ambiciones imperiales, y el crecimiento del estado de la seguridad nacional
Finalmente, aquellas semillas, sembradas al principio, en 1979, en suelo afgano y pakistaní, condujeron a los ataques del 11 de septiembre de 2001. Ese día fue la confirmación misma del caos atravesando el centro del imperio; unas acciones que alentaron el surgimiento de una novedosa y post-Constitucional estructura de gobierno apoyada en la expansión –hasta alcanzar proporciones colosales– del estado de la seguridad nacional: una asombrosa versión de las desmedidas ambiciones imperiales. Sobre la base de la supuesta necesidad de mantener a Estados Unidos a salvo del terrorismo (en realidad, de solo eso), el estado de la seguridad nacional crecería para implantar un conjunto de instituciones dominantes –y rumbosamente financiadas– en el corazón mismo de la vida política estadounidense (un estado sin el cual, las intervenciones públicas del director de la FBI James Comey en las elecciones estadounidenses habrían sido inconcebibles). En estos años, ese Estado-dentro-del-Estado se ha convertido en el cuarto poder gubernamental, coincidiendo con la actitud titubeante de dos de los otros tres poderes –el legislativo y el judicial, o al menos el Tribunal Supremo–.
Los atentados del 11-S también quitaron todo freno a la extraordinariamente ambiciosa y, en última instancia, desastrosa guerra global contra el terror de la administración Bush, así como sus ridículas fantasías sobre el establecimiento de una Pax Americana basada en el poder militar, primero en Oriente Medio y después –¿por qué no?– en todo el planeta. También desencadenaron las guerras de esa administración en Afganistán e Irak, el programa de asesinatos selectivos mediante drones en importantes zonas del planata Tierra, el montaje de un sistema de vigilancia global sin precedentes, la extensión de una especie de secretismo tan desarrollado que la mayor parte de la actividad estatal ha sido apartada del conocimiento “del Pueblo”, y un tipo de desmesura imperial que destina literalmente millones de millones de dólares (frecuentemente vía empresas privadas de ‘servicios bélicos’) derramados al fondo del abismo. Todo esto contribuye a la creación del caos.
Al mismo tiempo, las necesidades básicas de muchos estadounidenses han ido quedando cada vez más desatendidas; al menos las de quienes no formaban parte del 1 por ciento de la Era Dorada, que succionaba la riqueza de Estados Unidos de una manera extraordinaria. Después, los pertenecientes a esa privilegiada minoría destinaban una pequeña parte de sus ingresos a la compraventa de políticos, una vez más en un entorno de notable secretismo (a menudo era imposible saber quién había dado dinero a quién ni para qué). A su vez, ese flujo de fondos autorizados por el Tribunal Supremo mutaba la naturaleza –incluso tal vez su mismísima noción– de lo que alguna vez habían sido unas elecciones.
Mientras tanto, algunas zonas del interior de Estados Unidos eran vaciadas y las infraestructuras del país –inadecuadamente financiadas– empezaban a hacerse pedazos de un modo que en otros tiempos habría sido impensable; aun así, los militares seguían despilfarrando millones de millones de dólares en sistemas de armas. Asimismo, la parte del Estado que no estaba implicada en la seguridad nacional –sobre todo el Congreso– empezaba a tambalearse y marchitarse. En el ínterin, uno de los dos grandes partidos políticos lanzaba una campaña –estilo ‘tierra arrasada’– contra los representantes del otro y contra la mera idea de gobernar de una forma razonablemente democrática o conseguir que se hiciese siquiera algo. Al mismo tiempo, ese partido se hacía añicos en medio del desorden, la competencia entre facciones que eran cada vez más extremas y producía lo que probablemente se convierta en la única famosa presidencia del caos.
Por supuesto, Estados Unidos, con todo lo rico y poderoso que es, muy lejos está de ser un Afganistán o una Libia o un Yemen o una Somalia. Todavía sigue siendo una auténtica gran potencia y un país con importantes recursos para utilizar y a los cuales echar mano. No obstante, las últimas elecciones presentaron la chocante evidencia de que, en efecto, el imperio del caos ha emprendido el camino de vuelta a casa. Ahora está con nosotros, todo el tiempo. Habituémonos a la nueva situación.
Contemos con que esto sea una parte sustancial de la presidencia Trump. En el plano nacional, por ejemplo, si usted pensaba que la razón de la disfunción política estadounidense era un Congreso que en esencia no aprobaba nada, solo espere hasta que un poder legislativo completamente controlado por el Partido Republicano empiece de verdad a aprobar leyes el año próximo. En el extranjero, el inesperado éxito de Trump no hará otra cosa que alentar el crecimiento de movimientos nacionalistas de extrema derecha y aumentar la fragmentación de un mundo cada día más desquiciado. Mientras tanto, las fuerzas armadas de Estados Unidos (a las que Donald Trump, durante su campaña electoral, prometió que inyectaría más financiación) está intentando imponer su propia visión del orden en las tierras lejanas: ya sabe usted perfectamente qué significará eso dentro de unos cuantos años. Todo esto no debería horrorizar a nadie es este nuestro nuevo mundo inaugurado el 8 de noviembre.
Sin embargo, en este punto debemos hacernos una terrible pregunta: a partir de la elección de Donald Trump, ¿seguirá su curso el ‘experimento’ estadounidense?
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176210/tomgram%3A_engelhardt%2C_through_the_gates_of_hell/#more
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García