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El camino de la paz

Por Octavio Quintero  
 
Tantas cosas se han dicho –y se dirán– desde o dentro del proceso de negociación del conflicto en la Habana. Algunas, no obstante su importancia, nos resbalan, simplemente porque no les ha llegado su tiempo de socialización. Ahora estamos más enfocados en los detalles de la justicia transicional y, seguramente, nos interesará saber después dónde y con quién dejarán las armas las Farc-EP. Y, quizás, seguiremos con los detalles de su participación en política.

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Por Octavio Quintero  
 
Tantas cosas se han dicho –y se dirán– desde o dentro del proceso de negociación del conflicto en la Habana. Algunas, no obstante su importancia, nos resbalan, simplemente porque no les ha llegado su tiempo de socialización. Ahora estamos más enfocados en los detalles de la justicia transicional y, seguramente, nos interesará saber después dónde y con quién dejarán las armas las Farc-EP. Y, quizás, seguiremos con los detalles de su participación en política.

Hace algún tiempo, el académico Ricardo Sánchez, en magistral síntesis sobre “Las guerras y el derecho a la paz”, demostró que el belicismo colombiano responde a una tradición histórica, y la presencia de guerras, más o menos permanente en los diferentes períodos de nuestra historia,  forma parte de nuestra personalidad.
 
Y hace poco más de un año (el 13 de marzo del 2014), el egregio Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, hablando en Harvard, esbozó la causa de nuestra guerra endémica:
 
“…Es bien sabido –decía– que es imposible garantizar derechos de manera sostenida si no existen unas instituciones fuertes. ‘Instituciones’ no solo en el sentido de entidades, sino también del conjunto de prácticas y normas que regulan la vida pública y que son indispensables para la creación de condiciones de cooperación y convivencia. El problema evidentemente es que si un país vive un conflicto (…) es inevitable que tenga o haya tenido serias fallas en su institucionalidad, tanto en su capacidad de producir bienes públicos y satisfacer derechos en todo el territorio, como de asegurar las condiciones para tramitar las demandas políticas de la sociedad” (No va a haber otra oportunidad para la paz).
 
En este breve enunciado está el trabajo que nos espera después de la firma del armisticio con las Farc-EP, y, como se advirtió en otra ocasión, ojalá también con el ELN que es el otro grupo al que todavía pudiera calificarse de subversivo, en el sentido en que ha empuñado las armas en nombre de una revolución social por falta de garantías.
 
¿Cómo puede medirse una falla institucional en el sentido en que lo señala Jaramillo? Bueno, convendríamos todos sin mayor reserva en señalar la concentración del poder y la riqueza en pocas manos…
 
Quienes hayan presenciado, en vivo y en directo, estos últimos y largos años de conflicto armado en Colombia, son testigos de excepción de esa concentración de poder y riqueza en las mismas familias, y hasta con los mismos nombres. Y es la lucha que se ha librado por una mejor movilidad política, económica y social, lo que nos ha enfrentado todos estos años, desde los indígenas con los conquistadores, los esclavos contra los amos; los campesinos con los terratenientes; los independentistas con la corona española; los militares con los civiles; los civiles de derecha con los civiles de izquierda; los trabajadores con los patronos y, de nuevo cuño, que es lo que nos ocupa hoy, la guerra de guerrillas.
 
El consagrado escritor, William Ospina, ha puesto en consideración de la opinión pública la primera gran denuncia contra el primer responsable de estos últimos años de belicismo: el Estado y su dirigencia:
 
(…)”Pero aunque las Farc admitan ser las principales responsables de los crímenes y las atrocidades de esta guerra, yo tengo que repetir lo que tantas veces he dicho: que es la dirigencia colombiana del último siglo la principal causa de los males de la nación; que es su lectura del país y su manera de administrarlo la responsable de todo. Responsable de los bandoleros de los 50, a los que ella armó y fanatizó; de los rebeldes de los 60, a los que les restringió todos los derechos; del M19, por el fraude en las elecciones de 1970; de las mafias de los 80, por el cierre de oportunidades a la iniciativa empresarial y por el desmonte progresivo y suicida de la economía legal; de las guerrillas, por su abandono del campo, por la exclusión y la irresponsabilidad estatal; de los paramilitares, que pretendían brindar a los propietarios la protección que el Estado no les brindaba; responsable incluso de las Farc, por este medio siglo de guerra inútil contra un enemigo anacrónico al que se pudo haber incluido en el proyecto nacional 50 años antes, si ese proyecto existiera”. (Los invisibles/El Espectador, 26/09/15).
 
En síntesis, el académico, el comisionado de paz y el escritor, han coincidido en distintos tiempos y escenarios en señalar la causa-efecto-causa (ad infinitum) de nuestra larga guerra, que no es una cosa de negociación en el Caguán o La Habana sino de un nuevo contrato social entre todos nosotros.
 
En medio del frenesí mediático, nacional e internacional, que ha despertado el apretón de manos Santos-Timochenko, con Castro al centro, la pregunta por la paz resulta obvia:
 
¿Seremos capaces de emprender un nuevo proyecto de sociedad con equidad y justicia social? Esto suena a frase de cajón, y lo es mientras siga siendo una utopía y no un propósito nacional.

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