Nacional
Guerra civil mediática
Por Alfredo Molano Bravo
Más allá del escándalo, de los vínculos de los implicados en las ‘chuzadas’ con campañas electorales y con sectores militares, de la utilización política de la información –y de la contrainformación–, de los negocios millonarios que existen en el fondo del siniestro tejido abierto con los casos de Andrómeda
Por Alfredo Molano Bravo
Más allá del escándalo, de los vínculos de los implicados en las ‘chuzadas’ con campañas electorales y con sectores militares, de la utilización política de la información –y de la contrainformación–, de los negocios millonarios que existen en el fondo del siniestro tejido abierto con los casos de Andrómeda y Sepúlveda, lo que está detrás es el tan conocido síndrome de la chiva.
El periodismo se interesa cada vez más por destapar entuertos –o por crearlos– guiado por intereses no sólo políticos sino también económicos. A la gente le gusta conocer lo que se destapa, mirar por el ojo de la cerradura, sentirse privilegiada al conocer un secreto, y los medios le dan ese gusto porque en ese gusto se esconde la clave del éxito. La chiva le sirve al medio porque vende, y al público, porque lo alimenta. De ahí al puro amarillismo no hay sino un pasito, que muchos resuelven dar porque les mejora el negocio. La competencia en el mundo del dinero es despiadada y no tiene límites. Lo mismo toca intimidades de personajes famosos que porquerías electorales. Todo vende. Todo vale. Hay un cierto goce del público en ver pataleando en la picota a los astros de pantalla o de titulares. Y como los medios negocian con las chivas –o con esa información entre gris y negra que se llama amarilla–, pues da lugar a que se creen empresas para producirla.
Los Andrómeda o los Sepúlveda son en el fondo meros mercachifles que venden información al mejor postor. ¿No es acaso la noticia una mercancía que puede ser comprada y vendida? La información puede ser cierta o falsa o, mejor, ser un poco de las dos cosas. Es el caso de un hacker como Sepúlveda, que, amparado espiritualmente por el célebre Luis Alfonso Hoyos, se da el lujo –para eso vende bien– de ser apadrinado por quien tiene el prurito de cocinar noticias a la carta. Siendo Hoyos embajador en la OEA denunció lo que nunca pudo probar: que las Farc tenían campamentos en Venezuela; ahora quiso meterse por la puerta de atrás de RCN para contrabandear un video hechizo fabricado en casa. Sepúlveda, que tiene alma de gatillero y que teme amanecer con una muerta al lado, es el hilo conductor entre la campaña uribista al poder y el poder de las manzanas podridas en las FF. MM. Un nido de ratas. En el fondo de este negocio está el negocio de la guerra atravesando el tinglado. Uribe está decidido a todo por impedir que Santos repita. Su orgullo vesánico está profundamente herido por considerar que un subalterno lo traicionó y se salió del juego.
Pero además, ni a Uribe ni a sus socios de toda laya les conviene la paz. Uribe es un Laureano resucitado: la misma saña, las mismas marrullas y los mismos métodos de “a sangre y fuego” contra lo que cuestione privilegios. Igual que antes. Y para ajustar, los mismos aliados, terratenientes, banqueros y tropa de a pie. La diferencia es que, en cambio de monseñor Builes –matar liberales no es pecado–, Uribe cuenta con el procurador Ordóñez. ¿Cuánta sangre necesita derramar el país para que Uribe quede satisfecho y sus ubérrimos se expandan?
El Espectador, Bogotá, 11 de mayo de 2014.