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Nacional

La diferencia

Por Alfredo Molano Bravo  

El lunes pasado, en el marco de la Cumbre por la Paz, quedé sentado al lado de Fernando Vallejo, a quien conozco desde hace algunos años.

Es un hombre delicado en su trato, elegante, sibarita y gran pianista. Virtudes que contrastan con la violencia de sus escritos. No soy ferviente lector de sus libros, pero me impresionó por su realismo La virgen de los sicarios, me sorprendió la metódica investigación casi policial sobre la muerte de Silva en Chapolas negras y me aburrió El cuervo blanco por su obsesión semántica.

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Por Alfredo Molano Bravo  

El lunes pasado, en el marco de la Cumbre por la Paz, quedé sentado al lado de Fernando Vallejo, a quien conozco desde hace algunos años.

Es un hombre delicado en su trato, elegante, sibarita y gran pianista. Virtudes que contrastan con la violencia de sus escritos. No soy ferviente lector de sus libros, pero me impresionó por su realismo La virgen de los sicarios, me sorprendió la metódica investigación casi policial sobre la muerte de Silva en Chapolas negras y me aburrió El cuervo blanco por su obsesión semántica.

Nadie puede negar que es un escritor, aunque se debería decir que es más bien un buen escritor de panfletos biográficos; un panfletista, en el mejor sentido del término. El lunes pasado la montó —¡y de qué modo!— contra la paz y comenzó insultando a Santos —“sinvergüenza, traidor… el más grande bellaco de la historia de este país”— y siguió, durante 40 largos minutos, insultando a diestra y siniestra. A los partidos políticos, a las Farc, a Timochenko, a César Gaviria, a Mockus, al exgeneral Naranjo, al papa, a Jesucristo. Envenenado, tiró dardos y bombas incendiarias para sacar aplausos de un auditorio atónito y atrapado entre la sorpresa y el candor y que no se decidió ni por el aplauso ni por la rechifla. A Vallejo cuando habla se le siente un resentimiento profundo, supurante. Vomita veneno quizá para tratar de curarse. Toda su violenta diatriba estuvo dirigida contra la negociación de paz en La Habana. Se erigió en juez supremo al descalificar a todas las instituciones y elevar la ley del Talión “mejorada” como la norma fundamental sobre la que se debe juzgar y castigar: un ojo por dos ojos; un diente por todos los dientes; una vida por el doble, la del delincuente y la de su mamá. Su fórmula para acabar con la violencia, la corrupción y la mentira es simple: matar y rematar. Vallejo odia la vida, salvo la de los perros. “A los cerdos doy perlas y a los perros caviar”. “La vida del hombre es un horror”, nadie tiene el derecho a vivir. Quien mata un perro debe ser electrocutado; quien mata un delincuente debe ser coronado. No deja de ser paradójico que use el mismo lenguaje que usa la “gusanera política” que él quiere electrocutar, guillotinar, desaparecer. Encierra en su vida la contradicción de un suicida: la identidad en sí mismo de su empedernido enemigo. Terminará clavando su ponzoña en su propio pescuezo.

Salí de oír la escalada de violencia y de odio humano de Vallejo al Capitolio, donde se exponían las cenizas de Carlos Gaviria. La sola presencia de sus restos me devolvió el alma al cuerpo porque Carlos estaba hecho de otra materia: nobleza, tolerancia, compasión. Fue un crítico radical del sistema político, pero su palabra no estaba envenenada. Era más un aliento ético que un discurso. Sus críticas llegaban a la raíz de los fenómenos para mostrar su naturaleza y por eso nunca perdió la fe en el ser humano. Quizá la mejor caracterización de su prédica fue la que él mismo hizo de Borges: ocuparse de los problemas que la humanidad se plantea permanentemente casi sin esperanzas de una respuesta adecuada. Naturalmente, agregaba, queda una esperanza: “que la belleza y la verdad sean una sola cosa”. Su obsesión era ética, y por eso fue un maestro. Y siguió siéndolo cuando optó por la política: quería mostrar un modo digno de hacerla. Fue ajeno a la codicia del poder. Y en realidad, a toda codicia. Por eso, confesaba, se consideraba un pésimo político.

El Espectador, Bogotá.

 

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