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La verdadera sentencia del Palacio de Justicia

Por Juan Manuel López Caballero  

Entre lo que se ha comentado sobre la reciente sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, mucho se ha resaltado su contenido, pero más bien poco su significado.

Lo primero y fundamental es que es una sentencia contra la administración de justicia colombiana.

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Por Juan Manuel López Caballero  

Entre lo que se ha comentado sobre la reciente sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, mucho se ha resaltado su contenido, pero más bien poco su significado.

Lo primero y fundamental es que es una sentencia contra la administración de justicia colombiana.

En efecto, la condición para que tenga competencia esa justicia internacional es justamente la perversión, o, en el caso más suave, la ineficacia, de la Justicia interna de un país.

Cuando se menciona que es un fallo en contra del Estado Colombiano debe entenderse que lo importante de tal pronunciamiento no es la suma que toca reconocer —y que es por lo demás insignificante ante el daño causado y la gravedad de lo ocurrido—, ni la culpabilidad que se le atribuye, sino la calificación que implica respecto a su categoría como miembro de la comunidad humana e internacional: se declara a Colombia como un Estado que viola los Derechos Humanos y que además no tiene la intención o los mecanismos para corregir esto.

Aun cuando la  jurisdicción internacional solo aplica cuando la interna no lo hace y juzga es a los estados y no a las personas, al hacerlo y calificar lo que la justicia colombiana a lo largo de treinta años ha omitido, produce también en forma implícita una calificación sobre los miembros de la Comisión de Acusaciones que estudiaron el caso; sobre la actitud de nuestro medios de comunicación que ignoraron u ocultaron la gravedad de lo que esto representaba; sobre la calidad de los diferentes jueces y magistrados que no fueron capaces de cumplir sus responsabilidades fallando correctamente. Y no hay que olvidar que no fue solo una actitud de los individuos, sino que a través de sus instituciones en un momento reversó la destitución del general que comandó ese operativo, o acabó acusando a la jueza sin rostro que se atrevió a calificar de terrorismo algunos de los actos que fueron indultados

El proceso por el holocausto del Palacio de Justicia no está basado en pruebas o elementos de información diferentes a los recopilados internamente; es a la luz de la cual se miran lo que cambia. En otras palabras, aquello ante lo cual nuestra justicia ‘pasa de agache’ y no produce mecanismos para que se corrija, es percibido de otra forma desde la perspectiva de la conciencia de la humanidad y las leyes internacionales.

En lo sentenciado por la Corte Interamericana no parece haber ni nuevas acusaciones ni nuevos elementos de juicio. Es la valoración lo que cambia. Por ejemplo, en lo que se refiere a la condena  contra la acción de la fuerza armada no es únicamente por la desaparición forzada o la ejecución extrajudicial sino por la forma en que deliberadamente intentó que estos crímenes no se sancionaran.

Lo grave es que a la ciudadanía no se le trasmite esta información. Si Colombia es el país con más condenas en los organismos de  Derechos Humanos (el que más sentencias en contra ha recibido —15—, y el que más procesos pendientes tiene) es en buena parte porque el ciudadano colombiano no tiene la percepción correcta de hasta que punto vivimos bajo un régimen que justifica las atrocidades. Eso lleva a que es verdad que nos acostumbramos a la violencia y a la delincuencia; pero no solo a convivir con ellas, sino a que el Estado en vez de combatirlas las use (genocidios como el de los 2.000 miembros de la Unión Patriótica o los 3.000 procesos por ‘falsos positivos’ sacudirían a cualquier sociedad, pero entre nosotros apenas pasan como una estadística casi desapercibida en los medios).

Lo que genéricamente se llama ‘el establecimiento’, es decir los centros de poder que dominan y dirigen el Estado no reaccionan ni están interesados en entender el mensaje que está detrás de estas sentencias internacionales. Le preocupa sí su costo, tanto en cuanto a lo que debe pagar como en lo que afecta su imagen. Pero nunca concluye o deduce de ellas que hay algo enfermizo en nuestra organización social que merece ser atendido; se limita a debatir sobre las consecuencias pero sin poner en entredicho lo que pudieron ser las causas.

Si tomamos como ilustrativo de la posición del establecimiento el caso del periódico El Tiempo, su editorial con relación a la retoma fue en esa época: ‘el único responsable de lo que pasó fue el M-19, lo demás es opera’. Su posición hoy se mantiene y ante la sentencia producida dice: ‘van quedando claros aspectos cenitales que cada vez suscitan menos controversia. Por ejemplo, que el primer responsable de los hechos es el M-19, agrupación que ingresó a la edificación a sangre y fuego, (…) (…) en los libros de historia debe aparecer que la génesis del holocausto sólo es endilgable a los hombres comandados esa mañana por Andrés Almarales’.

No inserta el episodio motivo de la sanción, ni mucho menos la sentencia de ahora, dentro de una calificación —o descalificación-— a un Estado que puede actuar en forma tan contraria a los valores que supuestamente defiende. Lo que destaca no es el horror de lo cometido, ni el que tenga que ser una justicia sustitutiva la que a nombre de la comunidad internacional se ve obligada a pronunciarse ante la indolencia o la complicidad de la institucionalidad y la dirigencia del país.

Por eso no ve la ciudadanía el verdadero significado de la intervención de la Corte.

 

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