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Nacional

¿Rumbo hacia una Tercera Guerra Mundial?

Por Atilio A. Boron  

Paso a paso, el mundo parece encaminarse hacia la Tercera Guerra Mundial. La OTAN estrecha cada vez más el círculo trazado sobre Rusia, llevando a sus extremos un proceso que fue el objetivo político fundamental perseguido, en el teatro europeo, por los sucesivos gobiernos demócratas y republicanos que ocuparon la Casa Blanca desde los comienzos de la Guerra Fría.

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Por Atilio A. Boron  

Paso a paso, el mundo parece encaminarse hacia la Tercera Guerra Mundial. La OTAN estrecha cada vez más el círculo trazado sobre Rusia, llevando a sus extremos un proceso que fue el objetivo político fundamental perseguido, en el teatro europeo, por los sucesivos gobiernos demócratas y republicanos que ocuparon la Casa Blanca desde los comienzos de la Guerra Fría.

Y a lo anterior hay que sumar la declaración de guerra económica que, en los hechos, ha decretado el gobierno de Estados Unidos.

La ofensiva de la OTAN se aceleró hace un cuarto de siglo, en coincidencia con la caída del Muro de Berlín en 1989. En esa ocasión, tanto el presidente de los Estados Unidos, George  H. W. Bush (padre) como el Canciller alemán Helmut Kohl le aseguraron al líder soviético Mikhail Gorbachov que la OTAN se mantendría dentro de las fronteras pactadas con Moscú y los miembros del Pacto de Varsovia a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Esa promesa, como tantas otras hechas al respecto, fue luego desechada sin más trámite. Especial mención merece el caso de Helmut Kohl (que, hay que recordarlo, a poco de abandonar su cargo se revelaron varios escandalosos casos de corrupción a favor de su partido, la Democracia Cristiana, y otro en provecho propio) quien dio su palabra de que  las tropas de la OTAN no se desplazarían “ni una pulgada” hacia el Este, ni siquiera en el territorio de la ex República Democrática Alemana. Por supuesto, ocurrió exactamente lo contrario. En síntesis, Bush padre y Kohl, a cual más mentiroso. Gorbachov cayó en la trampa y procedió a retirar unilateralmente las 380.000 tropas soviéticas estacionadas en la RDA en virtud de un tratado firmado a fines de la Segunda Guerra (y que contemplaba un número similar o tal vez mayor de fuerzas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia en Alemania Occidental donde, por ejemplo, al día de hoy Washington todavía mantiene 40.300 efectivos).  Ni bien se produjo la retirada de aquellas fuerzas lo primero que hicieron los gobiernos de estos países –fervorosos amantes de la paz, por supuesto-  fue instalar las fuerzas de la OTAN en los territorios de la antigua Alemania Oriental, demostrando con la contundencia de los hechos que tanto Kohl como Bush padre y luego Bill Clinton eran unos personajes despreciables, mentirosos y de una contumaz inescrupulosidad moral.

Con la desintegración de la Unión Soviética acaecida en 1991-1992 el terreno quedó despejado para avanzar en la creación de una versión siglo veintiuno del “cordón sanitario” impuesto contra de la joven república soviética en 1918.  En 1999 se incorporan a la OTAN  República Checa, Hungría y Polonia y ya con George W. Bush, hijo, en el 2004 se produce una nueva expansión con la incorporación de Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia. Finalmente, en el 2009 se integran a esa coalición “rusofóbica” Albania y Croacia.  Esto no es todo: hay otros países que ya se encuentran en proceso de accesión a la OTAN: Bosnia-Herzegovina, Macedonia y Montenegro, entre los más avanzados. Georgia y Ucrania, dos países limítrofes con Rusia, están transitando por la misma vía pero aún no son miembros de la organización.  La crisis estallada en Ucrania es según el profesor de la Universidad de Chicago John J. Mearsheimer consecuencia directa de la expansión de la OTAN hacia el Este y, en menor medida, de las políticas de la Unión Europea para absorber a aquel país en su esquema económico y, de ese modo, penetrar por la puerta trasera en Rusia. Del argumento de Mearsheimer se infiere que en la crisis ucraniana Moscú reaccionó igual que lo habría hecho Estados Unidos si Rusia hubiese propiciado un “cambio de régimen” e instalado un gobierno antinorteamericano en un país fronterizo como México. Ni más ni menos. Por eso sostiene que la crisis ucraniana es responsabilidad de Occidente.

Como si lo anterior no fuera bastante para tensar la relación con Rusia y precipitar una guerra en Europa el Congreso de Estados Unidos -salvo algunas honrosas excepciones un antro de corruptos que se venden descaradamente a los lobbies que financian sus carreras políticas- ha aprobado una serie de sanciones económicas en contra de ese país, mismas que fueron puestas en práctica por la Casa Blanca.  La más reciente, una ley que Obama acaba de promulgar el día de hoy, autoriza la aplicación de nuevas penalizaciones para impedir el acceso de los principales bancos rusos a los mercados de créditos de Estados Unidos, bloquear la transferencia de tecnologías para la exploración de recursos energéticos y congelar los fondos de algunos aliados de Vladimir Putin y prohibir su ingreso a los Estados Unidos. Agréguesele a esta nueva ronda de agresiones económicas las políticas de la Casa Blanca que derrumbaron el precio del petróleo a la mitad de su valor con el inocultable propósito de debilitar el poderío de Rusia, Irán y Venezuela -tres países cuyos gobiernos son caracterizados por el régimen de Obama como enemigos irreconciliables de Estados Unidos- y de paso asestar un golpe mortal a la OPEP. Tal como lo comentara hace un par de días el Ministro de Relaciones Exteriores de Rusia,  Sergey V. Lavrov, parece haber muy fundadas razones para creer que Washington ha adoptado una demencial estrategia de “cambio de régimen” para acabar con el gobierno de Vladimir Putin. Pero esto no es todo: la ley aprobada unánimemente por el Congreso, y promovida por el impresentable senador anticastrista Bob Menéndez (sobre quien pesan gravísimas denuncias radicadas en la justicia estadounidense) contempla un aporte de 350 millones de dólares destinados a la asistencia militar de Ucrania, 10 millones de dólares por año durante los siguientes tres para “contrarrestar la propaganda rusa” en Ucrania, Moldavia y Georgia y otros 20 millones, también a desembolsar anualmente durante tres años, a los efectos de “promover la democracia,  medios independientes, acceso sin censuras a la Internet y para combatir a la corrupción en Rusia”.  

¿Qué es esto? ¿Intervencionismo yankee en terceros países? ¿Maniobras desestabilizadoras? ¿Utilización de la violencia y promoción del caos? ¡Noooo! Sólo un mal pensado puede creer en esos cuentos. Es simplemente el cumplimiento del “Destino Manifiesto” que el Creador ha confiado en el pueblo norteamericano y sus gobernantes: llevar la antorcha de la libertad, la democracia, la justicia y los derechos humanos por todo el mundo, en este caso a Rusia, a quien jamás se le perdonará haber abierto con su revolución de 1917 aquella nefasta grieta en la historia de la humanidad. Noam Chomsky, hombre poco afecto a elucubraciones teológicas, ha dicho que lo que los ideólogos imperiales presentan como una graciosa concesión del Altísimo no es otra cosa que un muy terrenal plan de dominación mundial, más ambicioso aún que el de Hitler, y que sus ejecutores son criminales de guerra, comenzando por los presidentes de los Estados Unidos sin excepción.  Plan que para su eficaz ejecución precisa de la irreemplazable ayuda de la CIA y sus torturas científicas, claro; o de la aplicación de bloqueos y brutales sanciones económicas, como las que se le siguen aplicando a Cuba y que en el pasado ocasionaron la muerte de 500.000 niños, en Irak y que, según la señora Madelein Albright, embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas y luego Secretaria de Estado de Bill Clinton, fue un sacrificio que “valió la pena”. ¡Sí, valió la pena exterminar a medio millón de niños iraquíes, por el imperdonable delito de haber nacido en ese país! La  monstruosidad de esta afirmación, ratificada varias veces por quien la emitiera, es una muestra insuperable de la putrefacción moral del imperio. Y de lo que nos espera si esta verdadera pestilencia llegase a prevalecer en el planeta.

Concluyo: ¿comenzó ya la Tercera Guerra Mundial? Los publicistas y compinches  del imperio lo niegan, pero el Papa Francisco lo afirmó en reiteradas ocasiones. Para responder a la pregunta leamos lo que escribió uno de los más grandes filósofos políticos de todos los tiempos, Thomas Hobbes: “la guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar sino… en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario.”    ¿Alguien puede seriamente dudar de que en Estados Unidos existe una “disposición manifiesta” a la guerra? Y si es así, ¿no estamos ya en guerra, o en las vísperas de ella? Disposición decía Hobbes, y esto no es una nimiedad, que se alimenta de la insaciable necesidad del “complejo militar-industrial-financiero” de vender y destruir  cada vez más armas y de invertir cada vez más recursos para sostener esa excrecencia parasitaria generadora de enormes ganancias. Y para esto hacen falta guerras, y cuantas más guerras mayor será la rentabilidad del complejo. Una pequeña parte de sus ganancias se destina al sostenimiento del sistema político norteamericano financiando políticos y campañas electorales y obteniendo a cambio -en un pingüe tráfico de influencias-  abultados subsidios, exenciones impositivas y toda clase de beneficios para las grandes empresas del ramo. Las elecciones en los Estados Unidos se han pervertido al punto tal que son simples competencias para ver quién recauda más dinero de las grandes corporaciones, dinero necesario para que algunos políticos… ¿conquisten el poder? No, porque el poder como construcción de una correlación fáctica de fuerzas no está sometida a la voluntad popular y a la legislación electoral. El poder no está en cuestión. La competencia electoral es para ver quién se hará cargo de representar, como un astuto relacionador público, los intereses de los poderes fácticos realmente existentes presentando un rostro amable, que despierte simpatías y distraiga a la opinión pública, como es el caso del afrodescendiente Barack Obama, pero nada más. Las viejas democracias del capitalismo han degenerado en belicosas plutocracias, y estas no surgen ni necesitan de elecciones. Sólo precisa de políticos que sirvan como recargados mascarones de proa que oculten de la vista del público la inmoralidad de sus privilegios y prerrogativas y mantengan a los pueblos sumidos en el engaño y en la infantil creencia de que son ellos quienes gobiernan a través de sus representantes.

En medio de esta gigantesca estafa  aparece la ineluctable necesidad de la guerra, el motor que alimenta los negocios del “complejo militar-industrial-financiero”. Un mundo en paz sería un desastre para el keynesianismo militar norteamericano. Necesitan de la guerra, de muchas guerras. Y si no las hay las inventan, para lo cual disponen de numerosos recursos humanos altamente especializados en este tipo de operaciones. Para este entramado de intereses nada puede ser más maligno que la paz, y cualquier pretexto es bueno para combatirla. . Por eso Estados Unidos ha venido librando guerras sin solución de continuidad desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.  Corea, Vietnam, Laos, Cambodia, Irak, Afganistán y ahora, probablemente, Rusia y mañana China son los hitos más trascendentes de una lista interminable, y que cada vez con más fuerza empuja a la humanidad hacia el abismo. Todavía es posible detener esta alocada carrera, pero cada vez hay menos tiempo para ello. Por eso estamos aproximándonos a horas muy difíciles. La historia enseña que todas las transiciones geopolíticas globales –y estamos inmersas en una de ellas- estuvieron acompañadas por grandes guerras. La excepcionalidad de la situación actual reside en que, como lo observara una vez Albert Einstein, “no sabemos con qué armas se libraría una tercera guerra mundial, pero sí sabemos con cuales se lucharía en la cuarta, en caso de llegar a ella: con piedras y garrotes.” 

 

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