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México: el Estado contra la sociedad

Germán Petersen Cortes / Sin Embargo  

La matanza del 2 de octubre de 1968 es, entre muchas otras cosas, uno de los momentos más dramáticos en los que el Estado mexicano se ha vuelto contra la sociedad, atropellando toda legalidad. Los casos de Tlatlaya e Iguala demuestran que esta clase de agresiones subsisten en México, 46 años después del 68. Resulta imposible construir un país seguro cuando las autoridades son las primeras en quebrantar la ley.

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Germán Petersen Cortes / Sin Embargo  

La matanza del 2 de octubre de 1968 es, entre muchas otras cosas, uno de los momentos más dramáticos en los que el Estado mexicano se ha vuelto contra la sociedad, atropellando toda legalidad. Los casos de Tlatlaya e Iguala demuestran que esta clase de agresiones subsisten en México, 46 años después del 68. Resulta imposible construir un país seguro cuando las autoridades son las primeras en quebrantar la ley.

En el plano jurídico, México ha avanzado en derechos humanos. La muestra más clara es la aprobación en junio de 2011 de una reforma constitucional que coloca los tratados internacionales en materia de derechos humanos al parejo de la Constitución.

El problema no está en las leyes, sino en su aplicación. Las autoridades siguen actuando bajo el supuesto de que, dado que les corresponde aplicar la ley, cuentan con el derecho de violarla.

Abundan acciones del Estado contra la sociedad: políticos que descalifican las protestas como si las libertades civiles no estuvieran en la Constitución; policías que reprimen con saña por el mero gusto de mostrarse superiores; ministerios públicos que consideran el debido proceso como mero accesorio. También están los casos extremos: elementos del Ejército que asesinan a 22 personas en Tlatlaya y luego tratan de encubrirlo; o integrantes de la policía de Iguala que desaparecen a 43 normalistas, cuyos presuntos restos comienzan a emerger de fosas clandestinas, de donde salen indistintamente tierra, cadáveres y terror.

En los casos de Tlatlaya e Iguala, la ofensiva del Estado contra la sociedad no se queda en la masacre, sino que continúa en el manejo que se le da. Como ejemplo, las actitudes de los gobernadores de las entidades donde ocurrieron los hechos, el Estado de México y Guerrero, Eruviel Ávila y Ángel Aguirre, respectivamente.

El 1 de julio, horas después de la masacre en Tlatlaya, Ávila reconoció al Ejército por sus acciones, señalado que el propósito de lo ocurrido había sido la liberación de personas secuestradas. Aguirre, por su parte, mientras se desconocía el paradero de los normalistas, se placeaba por la capital del país el viernes pasado, en la víspera del Consejo Nacional del PRD. La mentira y la indiferencia también cuentan como ataques.
Algunas entidades son reducto de autoritarismos a la vieja usanza. Mientras en el plano federal las prácticas autoritarias se han sofisticado, hay estados donde sobreviven patrones de la época más oscura del PRI.  Una diferencia de los autoritarismos actuales respecto de los anteriores es que trascienden los partidos, enquistándose en administraciones de todos los signos partidistas, como lo comprueba el gobierno perredista de Guerrero, encabezado por Aguirre Rivero, hijo de lo peor del PRI de la entidad, el de Rubén Figueroa y la matanza de Aguas Blancas.

Que se revierta el absurdo de que las instituciones de seguridad, dado que les corresponde aplicar la ley, tienen la prerrogativa de violarla, es de primera importancia para evitar casos como Tlatlaya e Iguala, pero también abusos de menor impacto. Quienes claman por la represión aun si ello implica atropellar derechos, se olvidan de que cuando el Estado es el primero en quebrantar la ley, induce a los ciudadanos a hacer lo mismo, lo que en último término genera un espiral de violencia que nos engulle a todos.

¿Qué hacer para que el Estado no ataque a la sociedad? Lo primero, desde luego, es exigirle que sea ejemplo de legalidad, lo que implica no solo aplicar la ley, sino también aplicarse la ley. En políticas más específicas, esto supone capacitación en derechos humanos; funcionarios públicos que combatan la impunidad de sus compañeros que abusan de la autoridad que se les confiere; y comisiones de derechos humanos autónomas, profesionales y comprometidas, es decir, todo lo contrario de la CNDH y de la mayoría de las comisiones estatales, con honrosas excepciones.

Tlatlaya e Iguala son casos extremos de algo cotidiano en México: autoridades que, al relacionarse con la sociedad, atropellan la ley, exceden los límites de su poder y golpean a la sociedad. En el suelo de Tlatlaya y debajo del suelo de Iguala yacen las consecuencias de la larga lista de agresiones del Estado a los ciudadanos que han quedado impunes.

Sin Embargo, México.

 

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