Nacional
Segunda oportunidad
Por Alfredo Molano Bravo
No dijo mucho el presidente al posesionarse de nuevo, pero sí mucho más de lo que baboseó el presidente del Congreso con el cuento de volver a otro Frente Nacional.
¡Como si no existiera! La petición de actos de paz a la guerrilla no cae en ninguna parte —como los 21 disparos de salva hechos desde el puente de Boyacá— porque la guerra se hace entre dos. Un avance habría sido sugerir, por ejemplo, un cambis cambeo entre bombardeos y tatucos, que equivaldría a acercarse al cese de hostilidades sin abandonarlas.
Por Alfredo Molano Bravo
No dijo mucho el presidente al posesionarse de nuevo, pero sí mucho más de lo que baboseó el presidente del Congreso con el cuento de volver a otro Frente Nacional.
¡Como si no existiera! La petición de actos de paz a la guerrilla no cae en ninguna parte —como los 21 disparos de salva hechos desde el puente de Boyacá— porque la guerra se hace entre dos. Un avance habría sido sugerir, por ejemplo, un cambis cambeo entre bombardeos y tatucos, que equivaldría a acercarse al cese de hostilidades sin abandonarlas.
El núcleo del arreglo se esconde en la desigualdad de armas entre guerrilla y Estado. La guerra con fusiles en los dos lados condujo al equilibrio estratégico de que se habló en la época del Caguán; pero cuando EE.UU. metió 5.000 millones de dólares anuales, las cosas cambiaron. Hay que reconocerlo. Porque una pelea entre fusiles y bombas inteligentes —como la actual— es otra cosa. Es una distancia que puede seguir creciendo. Pero al mismo tiempo esa diferencia es su talón de Aquiles porque cuesta lo que el país crece. La guerra anula lo que el trabajo crea y eso ya se hizo insostenible. El uribato lo demostró: la guerrilla sigue ahí, como diría Garzón. Eso de que el país seguirá avanzando con o sin las Farc es una frase. Avanzaría el discurso del desarrollo rural, de la reparación de víctimas y de la democracia, pero la realidad es terca y la guerra, una fiera que no se calma con meros informes de Planeación Nacional.
Más alentadora y equilibrada fue la tesis que esbozó Santos en el Foro de Cultura de Paz: “Que todos los sectores reconozcan su responsabilidad en el conflicto”. Lo replanteó el 7 de agosto: “Hay que mostrar disposición real de contar la verdad”. Para que esos propósitos sean útiles al acuerdo deben cobijar a las dos partes —guerrilla y Estado— en la “disposición real de contar la verdad; de esclarecer qué pasó y por qué; de participar en procesos de reparación, y de encontrar una fórmula de justicia que sea aceptable para las víctimas y para el pueblo colombiano”. Esa fórmula debe ser la que se establezca sobre principios de igualdad y equidad. Cualquier decisión que no respete la simetría política sería en la base para prolongar la guerra y hacer imposible la que el presidente llamó “justicia honesta”. Un concepto que implica que el criterio superior de la justicia es que no “haya más víctimas”, a costa de eclipsar, de alguna manera, los derechos de las víctimas del pasado.
Alentador el anuncio de que ya se reúnen comisiones para estudiar la dejación de armas y el cese al fuego. La pepa del hueso es la “transmutación” de armas en votos, porque así como no se verá la foto de la entrega de fierros, tampoco se verá a los guerrilleros salir para su casa a besar a su mamá. Dejación de armas —cualquiera sea la modalidad— no equivale a desmovilización política. La guerrilla busca convertirse en una organización política —como siempre ha sido— pero desarmada. Y es ese el acuerdo que la mayoría del país firmó con su voto y confirmará en un referendo. El paso será transcendental y sobre todo peligrosísimo porque la historia está contada y recontada: entregadas las armas, los ríos se vuelven cementerios. No basta la palabra del Gobierno. Ahí sí son condición los “hechos de paz”, que deben comenzar por el difícil tránsito de la subordinación real y tangible del poder militar al civil. Las venias de los generales no son suficientes. Es necesario también el acompañamiento internacional, como lo promete el presidente, que garantice tanto que las guerrillas dejen las armas como que la Fuerza Pública no las reactive o se lo permita al paramilitarismo.
El Espectador, Bogotá.