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Nacional

Silencio cómplice

Por Rodolfo Arango  

Preocupante, por decir lo menos, que las declaraciones de Don Berna hayan pasado desapercibidas para la opinión pública. En ellas afirma, entre otras, que el asesinato del paramilitar Francisco Villalba fue un crimen de Estado. Recordemos que Villalba señaló al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, de ser cómplice en la masacre de El Aro, ocurrida en octubre de 1997. En nada contribuye a la memoria del conflicto armado que no se esclarezcan estos hechos y que los máximos responsables de delitos atroces no sean identificados y sancionados, así no sea con pena de cárcel.

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Por Rodolfo Arango  

Preocupante, por decir lo menos, que las declaraciones de Don Berna hayan pasado desapercibidas para la opinión pública. En ellas afirma, entre otras, que el asesinato del paramilitar Francisco Villalba fue un crimen de Estado. Recordemos que Villalba señaló al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, de ser cómplice en la masacre de El Aro, ocurrida en octubre de 1997. En nada contribuye a la memoria del conflicto armado que no se esclarezcan estos hechos y que los máximos responsables de delitos atroces no sean identificados y sancionados, así no sea con pena de cárcel.

El silencio ante las declaraciones de Don Berna tiene una simple explicación. Sectores influyentes en lo económico y poderosos en lo político apoyan al exmandatario y hoy senador, bien sea por convicción o por miedo. Lo primero, porque el asedio de degradadas guerrillas durante décadas justificaría, en su miope entender, la política de tierra arrasada. Recordemos que la esencia de lo político, según un autor tan apreciado por sectores radicales como Carl Schmitt, es la distinción amigo/enemigo, conceptos que adquieren su significado específico al referirse a la posibilidad real de la eliminación física. Exterminar al enemigo, por todos los medios, se justifica por fines supremos, superiores. Esta mentalidad de “guerra santa” ha estado presente en la historia y sigue vigente en muchos protagonistas de la vida nacional.

Igual o quizá más grave que la proclividad a la guerra sucia —recordemos los falsos positivos— es la apatía de millones de personas que no comparten tales métodos, pero que terminan por tolerarlos. Psicológicamente, tal comportamiento tiene varias explicaciones; entre ellas destacan la cobardía y la comodidad. ¿Cómo oponerse a los poderes políticos, económicos y militares que avalan el exterminio del enemigo, cuando mi vida y mis oportunidades laborales dependen de los primeros? El ciudadano común, ante este dilema, tiende a replegarse en lo privado, a no querer creer la evidencia y a no participar en el debate público, identificando la política simplemente con el reino de la corrupción.

La debilidad de carácter y la falta de valor para conducir las acciones de conformidad con nuestro entendimiento muchas veces nos llevan a escoger la servidumbre voluntaria. La actitud servil ante los poderes de facto es, por desgracia, aún generalizada en nuestro medio, con excepción de heroicas lideresas y líderes sociales. El famoso Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de Étienne de la Boétie, tan recordado por el maestro Carlos Gaviria Díaz, nos señala las claves para superar la paradoja. Como lo recordara hace poco el filósofo Iván Darío Arango, el poder simbólico representado en el poder político explica los motivos irracionales para aceptar voluntariamente vivir bajo el dominio de otros. Desafiar al orden establecido parece, en circunstancias como las nuestras, de seres sobrehumanos.

Ante la comodidad y el miedo, no nos queda sino resistir, resistir y resistir. La autoconciencia de la libertad, de una libertad sin servidumbre y sin dominación, requiere actitud firme en la acción (héxis, según los griegos) y una oposición activa a toda forma violenta de la acción política, provenga de donde provenga. Sin importar lo intimidante que resulte la presencia del poder político y económico, siempre presto a tomarse todos los espacios vitales, la actitud correcta será la de cultivar y practicar el valor civil para defender la autonomía individual y colectiva, fundamento de la dignidad y de la democracia. ¡Sapere aude!

El Espectador, Bogotá.

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