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Subsidios a la agricultura

Por Eduardo Sarmiento Palacio  

Los subsidios a la agricultura llegan a ocho billones y se destinan en más del 90% a elevar el ingreso de los agricultores.

El Gobierno ha anunciado el propósito de sustituirlos por otros representados en bienes públicos y en apoyos directos a la producción. De acuerdo con el adagio popular

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Por Eduardo Sarmiento Palacio  

Los subsidios a la agricultura llegan a ocho billones y se destinan en más del 90% a elevar el ingreso de los agricultores.

El Gobierno ha anunciado el propósito de sustituirlos por otros representados en bienes públicos y en apoyos directos a la producción. De acuerdo con el adagio popular

es mejor darle a la gente la caña de pescar que los pescados. Sin embargo, el principio deja de ser cierto cuando los pescados no tienen compradores y se dañan en el proceso.

Nada de esto es nuevo. Luego de la apertura comercial de 1991, las reservas campesinas los programas de crédito subvencionado, la estimación  de los aranceles a los insumos para elevar la productividad y reducir los costos con resultados infructuosos. No evitaron que la participación de la agricultura en el producto nacional experimentara la mayor caída de América Latina.

El sector no ha logrado contrarrestar la caída de la demanda ocasionada por la apertura económica. Los subsidios y los apoyos no son recibidos por los agricultores porque no tienen forma de convertirlos en producción e ingresos. Los aumentos de la producción dan lugar a caídas más que proporcionales en los precios que tornan ruinosa la actividad. Las condiciones son especialmente críticas para los pequeños agricultores que están expuestos a grandes desventajas con respecto a los grandes.

Los que mejor han aprendido la lección son los campesinos. De allí su preferencia por los subsidios al ingreso que a la oferta. Aún más diciente, las demandas en las protestas se inclinan más por medidas para ampliar la demanda, como devaluar el tipo de cambio, elevar los aranceles y renegociar los TLC. Saben mejor que nadie que estos aspectos son las verdaderas causas de que sus precios sean superiores a los intencionales.

La idea de entregar subvenciones al agricultor en bienes públicos e insumos se justifica diciendo que el productor gana más cuando invierte que cuando consume. Pero el principio no aplica en actividades inelásticas. Si el aumento de la producción da lugar a una reducción mayor que los precios, el productor acabaría ganado menos.

El error de los gestores de política es que no han entendido las características de la  agricultura. Por mucho tiempo el sector fue concebido dentro de la falsa creencia de que opera dentro de los criterios de alta elasticidad de demanda. Del mismo modo, se dio por dado que el rendimiento de las pequeñas unidades es mayor que el de las grandes. Así las cosas, los estímulos para aumentar la productividad o reducir los costos redundan en beneficios para el pequeño productor.

La realidad es distinta. Los subsidios a la oferta quedarían en caídas de precios y las empresas de mayor tamaño. El sector se tornaría más lento e inequitativo, revelando que su modernización no es posible dentro de los dictámenes del mercado. Los campesinos lo saben bien, y mientras no existan las condiciones que garanticen que el aumento de la productividad dispone de la demanda, no accederán a las subvenciones y preferirán los subsidios al ingreso.
 

El paso a un sistema de subsidios de oferta no es viable mediante decretos generalistas. Es  indispensable la intervención estratégica y puntual del Estado. De un lado, se requiere una empresa estatal, como Empraba en Brasil,  con capacidad de aglutinar a los productores para sacar ventaja de las economías de escala y proyectar los productos de alta demanda mundial. De otro lado, se requiere una política comercial orientada a armonizar el mercado interno y el externo. Solo en este contexto se darían las condiciones de demanda para que los subsidios a la oferta se conviertan en mayores ingresos para los menores productores y propulsen la producción y el empleo.

El Espectador, 2 de marzo de 2014.

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