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Nacional

Acosos y acosos

Por Alfredo Molano Bravo  

Hay acosos de acosos, pero todos son uno en el mundo del trabajo y el país ha visto estupefacto cómo andan de la mano el uno, el acoso sexual, con el otro, el acoso laboral.

No hablo sólo de lo que hemos venido conociendo en la Defensoría, sino también lo que se ha conocido en la Policía. Las jerarquías institucionales son una estructura de poder y el poder es para poder hacer lo que los jefes digan. Unas veces mandan de acuerdo con lo que les toca y otras veces con lo que les gusta. Y en esos gustos se dan muchos disgustos.

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Por Alfredo Molano Bravo  

Hay acosos de acosos, pero todos son uno en el mundo del trabajo y el país ha visto estupefacto cómo andan de la mano el uno, el acoso sexual, con el otro, el acoso laboral.

No hablo sólo de lo que hemos venido conociendo en la Defensoría, sino también lo que se ha conocido en la Policía. Las jerarquías institucionales son una estructura de poder y el poder es para poder hacer lo que los jefes digan. Unas veces mandan de acuerdo con lo que les toca y otras veces con lo que les gusta. Y en esos gustos se dan muchos disgustos.

El defensor del Pueblo entró a la Defensoría dando patadas, gritando, humillando a sus subalternos. Un tiranuelo, un reyecito: tenía todo el poder, había sido elegido por una aplastante mayoría de votos en la Cámara de Representantes. Inolvidable la carcajada que soltó cuando se anunció su victoria. Y ahí comienza el cuento. No sólo tenía a su disposición carros, escoltas, viajes en primera clase, sino un tren largo de empleados y empleadas y una linda secretaria privada. Tenía, sobre todo, el poder de meter y sacar subordinados que en este mundo del endeudamiento con las tarjetas de crédito es un poder enorme. Manejó la Defensoría con suma discreción; cada paso estaba calculado para no molestar a nadie porque al fin y al cabo, tenía su mirada puesta en la Fiscalía. Y en las subalternas.

No es un caso extraordinario en las entidades públicas ni en las empresas privadas. Los jefes escogen la gente que les sirve en las dependencias y ese concepto de servicio es sumamente laxo. Lo laboral se puede extender a horas extras y desbordarse en exigencias personales y muchas veces, un poquito más allá. Y otras, mucho más allá. Los jefes van probando, probando. Buscando por donde llegan. Todo amparado por el poder institucional. A veces coronan sin necesidad de apelar a mostrar esos dientes, e inclusive muchos jefes son y aparecen encantadores por el mismo poder que manejan, y si el besito de despedida después de una “ardua jornada de trabajo” funciona, el camino hacia la cama se abre. A veces no. Muchas veces no y entonces el jefe apela al poder que le confiere la nómina. A más de sentirse traicionado, el hombre se siente burlado porque a esa hora ya todo el plantel sabe de las pataditas por debajo de la mesa y hasta de la respiración en el ascensor.

Caso diferente pero amasado con los mismos ingredientes es el de la llamada “Comunidad del anillo”. Esa comunidad de servidumbre sexual era no sólo un asunto de orientación en el gusto, sino una trampa para poder cometer delitos institucionales a mansalva y sobre seguro porque los mandos tenían evidencias susceptibles de ser exhibidas en público y sobre todo ante un mundo donde lo varonil es considerado un valor supremo. ¡Cuánta obediencia ciega se puede obtener con esa arma secreta! ¡Cuántos delitos se pueden cometer amparados bajo el chantaje! ¡Cuántos falsos positivos, ascensos, movidas chuecas se hacen debajo de esas cobijas! En la Policía se trata, en principio, de un montaje para delinquir impunemente. No hablo de la relación sexual, claro está, sino de lo que el chantaje permite hacer en contra de la ley. Nada se ha avanzado sobre el caso y no hablo de la cadena de mando en la comunidad, sino de los delitos que a su sombra se han podido cometer.

En la Defensoría el papel de lo sexual, o quizá sólo de lo erótico, estaba manipulado no para cometer delitos sino para esconder un delito en sí mismo: el acoso sexual tras una mascarada laboral. Pero, por lo menos, aquí hubo renuncias y no sólo ruedas de prensa.

El Espectador, Bogotá.

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