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Nacional

Casi el paraíso

Por Alfredo Molano Bravo  

Doy fe: conocí un pueblo feliz. No que dicen que es feliz. ¡Es feliz! Para llegar a él hay que navegar desde Buenaventura cinco horas por el mar Pacífico —siempre gris—, por esteros —donde la vida se enraíza— y por el río Yurumanguí, claro y manso en verano, implacable en invierno.

La niña Elisa, con su pequeño motor, remontó con cuidado las aguas en medio de una selva cada vez más densa.

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Por Alfredo Molano Bravo  

Doy fe: conocí un pueblo feliz. No que dicen que es feliz. ¡Es feliz! Para llegar a él hay que navegar desde Buenaventura cinco horas por el mar Pacífico —siempre gris—, por esteros —donde la vida se enraíza— y por el río Yurumanguí, claro y manso en verano, implacable en invierno.

La niña Elisa, con su pequeño motor, remontó con cuidado las aguas en medio de una selva cada vez más densa.

De tanto en tanto hay caseríos con nombres encantadores: El Firme, Barrancón, Veneral del Carmen, San Miguel, construidos a orillas del río sobre troncos de palmamono y hechos de las mil maderas que bota el monte: sande, laurel, chachajo, chigualo.

Cuando el río crece, los negros sacan las trozas que han amarrado en los mansos y las llevan balseadas hasta los embarcaderos, donde las recogen los barcos. No sacan muchas, apenas las que les permiten ganar unos pesos para comprar lo que no les da la tierra: aceite, sal, un pantalón para la Nochebuena, una enagua para la fiesta de San Antonio.

Cosechan papachina, plátano, arroz, maíz y caña. Pescan camarones, recogen piangua. En la travesía, los pasajeros que se conocen se divierten entre sí, y poco a poco los forasteros se agregan a las conversaciones y chanzas. Al llegar a San Antonio, una de las muchachas, que había cantado todo el viaje, dijo para sí: “Ay Dios, ¡cómo quiero mi pueblo!”.

Es un caserío levantado sobre una laja larga de piedra al borde del río, donde viven 60 familias —Caicedo, Valencia, Mina— todas emparentadas entre sí y todas negras. No le tienen miedo a llamarse y ser llamados negros. Por el contrario, son orgullosos de su raza y de su manera de vivir simple y, por simple, esencial.

No les hace falta nada. Trabajan a su ritmo y se divierten el resto del tiempo, que es casi todo. Toman su biche o su guarapo, juegan dominó, conversan a gritos, se quieren unos a otros y, a veces, pocas, pelean también a gritos sin hacerse daño.

Tienen dos autoridades que todos respetan: una, propia, llamada el Comité, y otra institucional, el Consejo Territorial —Ley 70—, ambas elegidas en asambleas públicas. En la última reunión de las dos instancias aprobaron un mandato supremo: no a la minería industrial, no a la coca, no a la palma. El argumento es claro: el progreso nos empobrece y nos destroza. Y se apoyan en un hecho brutal: hace 10 años llegó un comando paramilitar enviado por H.H. a El Firme, a las 12 de la noche. Hizo acostar en el suelo a 10 muchachos y mató siete a hachazos. Se salvaron tres. Uno de ellos me contó a tropezones la historia que todos saben y que asocian a la explotación de las riquezas por la gente que viene a salvarlos de la pobreza.

San Antonio de Yurumanguí es casi un paraíso: no hay señal de celular y sólo durante dos horas hay luz eléctrica; a veces internet funciona. Y para quitar el casi: no hay ni tiendas paisas ni Policía. Es un pueblo feliz.

El Espectador, Bogotá.

 

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