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Nacional

El soborno del cielo

Por Alfredo Molano Bravo  

La nueva película de Lisandro Duque, El soborno del cielo, está acaballada entre la picardía del mundo de Tomás Carrasquilla —un escritor mayor que por costumbrista ha sido relegado a lectura de cuarto de bachillerato— y la ironía juguetona de García Márquez, una virtud que poco se le reconoce.

Un cura frenético, no tan viejo como sectario, se enfrenta a la familia de un suicida que reclama el derecho a enterrarlo en el cementerio del pueblo, un pueblo paisa con todas las de la ley. El cura, magistralmente protagonizado por Germán Jaramillo, exige que el suicida sea expulsado del camposanto. Los cementerios pertenecían, por obra y gracia de la Constitución del 86, a la Iglesia Católica.

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Por Alfredo Molano Bravo  

La nueva película de Lisandro Duque, El soborno del cielo, está acaballada entre la picardía del mundo de Tomás Carrasquilla —un escritor mayor que por costumbrista ha sido relegado a lectura de cuarto de bachillerato— y la ironía juguetona de García Márquez, una virtud que poco se le reconoce.

Un cura frenético, no tan viejo como sectario, se enfrenta a la familia de un suicida que reclama el derecho a enterrarlo en el cementerio del pueblo, un pueblo paisa con todas las de la ley. El cura, magistralmente protagonizado por Germán Jaramillo, exige que el suicida sea expulsado del camposanto. Los cementerios pertenecían, por obra y gracia de la Constitución del 86, a la Iglesia Católica.

Destaco también la actuación de Guillermo García y la de una muchachita —boca de chicle— que hace las delicias de Lisandro.

La trama desarrolla esta guerra entre la autoridad y el derecho, maravillosamente hilvanada por el director y que es, en el fondo, la matriz de nuestros problemas, incluida la violencia. El largometraje, el sexto del director, fue rodado en Honda, una ciudad hoy esquineada, dejada de lado, donde todavía hay reina de la subienda aunque ya no hay subienda. La historia, dice Lisandro, sucedió realmente en Sevilla, seguramente durante la Violencia, cuando los curas de pueblo tenían todo el poder que les confirió el Concilio de Trento.

No obstante, fue en Circasia donde los librepensadores construyeron su propio cementerio para no tener que arrodillársele a la Iglesia. Allí enterraban a las ovejas descarriadas, a los herejes, a los infieles y a los suicidas, claro está. En aquel tiempo, el suicidio también estaba de moda, pero era secreto, subterráneo. Los suicidas eran condenados por el párroco de turno al fuego eterno y sus cuerpos castigados con el extrañamiento. Se enterraban en las mangas, en las rastrojeras, en los montes, fuera de los pueblos. Los deudos escondían la causa de la muerte y, como en la película, se veían obligados a decir que se les había disparado por accidente una pistola, una escopeta de cacería. Los parientes eran una especie de cofradía clandestina.

La oposición política de izquierda tiene algo en común con el suicidio. Es anatematizada, señalada, expulsada, inadmitida, castigada, condenada al silencio, desaparecida. Y sin embargo, hay gente que se aguanta hasta el final el chirrionazo de su militancia, en secreto, sabiendo las consecuencias, que algunos aceptan como una honrosa distinción. Ser de izquierda —que en Colombia no es lo mismo que ser de oposición— es estar condenado a quedar fuera del juego político. Para muchos obispos del siglo pasado, los liberales, cuando estaban en la oposición, eran pecadores y herejes, masones o comunistas.

Hace 25 años, cuando asesinaron a Bernardo Jaramillo, monseñor Pimiento, obispo de Manizales, se negó a prestarle los servicios fúnebres porque tenía cinco mujeres. Cosa parecida ha hecho ahora el Centro Democrático con Antonio Morales, al presionar por todos los medios a su alcance su expulsión del Canal del Congreso, donde comenzaba a emitir un nuevo programa, Café Colado, porque ha sido acusado de maltrato por una amiga. Un juicio que está en curso y, por lo tanto, se debe presumir la inocencia del indiciado.

El Espectador, Bogotá.

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