Internacionales
La pluma de Eduardo Galeano en defensa de las mujeres
Por Silvina Friera / Página/12
Sobre la aparición del libro póstumo del escritor uruguayo fallecido apenas hace dos meses en su ciudad natal, Montevideo.
La antología especialmente preparada por el periodista y escritor, que agotó sus primeros 25 mil ejemplares en solo un mes, enfoca en grandes mujeres, pero también en acciones colectivas que se alzaron contra mandatos patriarcales y machistas.
Por Silvina Friera / Página/12
Sobre la aparición del libro póstumo del escritor uruguayo fallecido apenas hace dos meses en su ciudad natal, Montevideo.
La antología especialmente preparada por el periodista y escritor, que agotó sus primeros 25 mil ejemplares en solo un mes, enfoca en grandes mujeres, pero también en acciones colectivas que se alzaron contra mandatos patriarcales y machistas.
“Del miedo de morir nació la maestría de narrar.” La frase final de “Sherezade”, el texto inicial de Mujeres (Siglo XXI), el libro póstumo de Eduardo Galeano, plantea un asunto fundamental en la obra del escritor, que murió hace dos meses, el pasado 13 de abril: la centralidad de la mujer porque esa habilidad, vinculada con la sobrevivencia de la narradora de Las mil y una noches –que con sus cuentos evita ser degollada por el rey–, es un atributo femenino. En los espacios en blanco que cada lectora y lector “completa” a su manera, en el elástico de las interpretaciones posibles, el autor parece insinuar que un hombre, en el lugar de Sherezade, habría fracasado. Al margen de que se pueda sospechar de exageración, texto tras texto de esta antología preparada especialmente por Galeano, cuya primera edición de 25 mil ejemplares se agotó en diez días, traza el itinerario de una sensibilidad excepcional por las cuestiones de género, cuando la izquierda en general, los militantes políticos e intelectuales comprometidos consideraban que era un tema superfluo y menor que no pertenecía al linaje trascendente.
El arco temporal de Mujeres cubre casi cuarenta años. Los textos elegidos por Galeano pertenecen a Vagamundo y otros relatos (1973), Memoria del fuego (1982), El libro de los abrazos (1989), Las palabras andantes (1993), Patas arriba. La escuela del mundo al revés (1998), Espejos. Una historia casi universal (2008) y Los hijos de los días (2012). “Hace mil años, dos mujeres japonesas escribieron como si fuera ahora”, afirma el escritor en “Fundación de la novela moderna”. “Según Jorge Luis Borges y Marguerite Yourcenar, nadie nunca ha escrito una novela mejor que la Historia de Genji, de Murasaki Shikibu, magistral recreación de aventuras masculinas y humillaciones femeninas.” La otra japonesa es Sei Shônagon por su Libro de la almohada. Galeano escribía como si pintara las palabras, convencido de que era el mejor camino para acariciar el alma de los otros. Todos sus textos despliegan un carácter insubordinado que los aproximan al territorio de la poesía. “Las sacerdotisas negras de Bahía aceptan amantes, no maridos. El matrimonio da prestigio, pero quita libertad y alegría. A ninguna le interesa formalizar boda ante cura o el juez: ninguna quiere ser esposada esposa, señora de. Cabeza erguida, lánguido balanceo: las sacerdotisas se mueven como reinas de la Creación. Ellas condenan a sus hombres al incomparable tormento de sentir celos de los dioses”, se lee en “Las mujeres de los dioses”, que pertenece a Memoria del fuego, un texto a contrapelo del machismo imperante en la América Latina de los primeros años ’80.
Muchas mujeres protagonizan las páginas de este libro; están Juana de Arco, Rosa Luxemburgo, Emily Dickinson, Rigoberta Menchú, Eva Perón, Marilyn Monroe, Rita Hayworth, Alfonsina Storni, Alicia Moreau, Bessie Smith, Safo, Aspasia, Frida Kahlo, Carmen Miranda, Isadora Duncan, Sarah Bernhardt, Teresa de Avila, Matilde Landa, las Madres de Plaza de Mayo, Delmira Agustini, Camille Claudel, Georgia O’Keefe, Josephine Baker, Marie Curie y Juana Manso, entre otras artistas, poetas, cantantes, bailarinas, científicas, escritoras y militantes políticas de todos los tiempos. Galeano también cuenta y canta historias de hazañas colectivas femeninas, extraviadas en los laberintos ingratos de la memoria como las migas de pan en el mantel de un antiguo festín. El escritor recuerda a las prostitutas rebeldes de San Julián –cuyos nombres recuperó Osvaldo Bayer–, que se negaron a recibir a los soldados asesinos la noche del 17 de febrero de 1922. Evoca a las guerreras de la revolución mexicana, a las mil quinientas mujeres que invadieron el Parlamento en El Cairo en 1951 y a las obreras, costureras, panaderas, cocineras, niñeras, floristas, limpiadoras y planchadoras que lucharon en la Segunda Comuna de París. “Si se puede bailar una emoción, si se puede bailar una idea, ¿por qué no se puede bailar un himno?”, se pregunta en “Isadora”, relato sobre el momento en que Duncan bailó el Himno nacional en un café de Buenos Aires. Otro texto de una belleza descomunal es “Bessie”: “Esta mujer canta sus lastimaduras con la voz de la gloria y nadie puede hacerse el sordo o el distraído. Pulmones de la honda noche: Bessie Smith, inmensamente gorda, inmensamente negra, maldice a los ladrones de la Creación. Sus blues son los himnos religiosos de las pobres negras borrachas de los suburbios: anuncian que serán destronados los blancos y machos y ricos que humillan al mundo”.
Galeano es uno de los primeros escritores feministas o con una conciencia de lo femenino extraordinaria. La publicación de este libro es una especie de “acto de justicia”: el paño de estas textualidades permite resaltar la importancia de un tema que no es lo que se visibiliza cuando se piensa en la obra del escritor y periodista uruguayo. En “Puntos de vista (6)”, de Patas arriba…, intenta desmontar el machismo arraigado en la cultura universal: “Si Eva hubiera escrito el Génesis, ¿cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominará. Que todas esas historias son puras mentiras que Adán contó a la prensa”. Como si intentara ajustar las cuentas con los hombres, en “Homenajes” recopila lo que han dicho o escrito varios pensadores –“humanos y divinos, todos machos”– sobre las mujeres: “La mujer es un hombre incompleto” (Aristóteles). “La mujer es un error de la naturaleza, nace de un esperma en mal estado” (Santo Tomás de Aquino). “Las gallinas ponen huevos y las mujeres, cuernos” (Francisco de Quevedo). “La mujer es un animal de pelo largo y pensamiento corto” (Arthur Schopenhauer).
La brevedad de las frases de Galeano traza una prolongada curva en el aire, como si pintara con un puñado de palabras necesarias las tensiones y prejuicios acumulados, capas tras capas, durante siglos. Hay personajes que ejercen su magia y el escritor la devuelve multiplicada, como sucede con Sukaina, bisnieta de Mahoma que no sólo no usaba el velo, sino que lo denunció a gritos, se casó cinco veces y en sus contratos matrimoniales se negó a aceptar la obediencia al marido. Como las dos mujeres gallegas que contrajeron matrimonio en la iglesia de San Jorge en 1901, Elisa Sánchez y Marcela Gracia, una de ellas vestida como hombre. O la “molestosa” Juana Manso, que contra viento y marea fundó escuelas laicas y mixtas en Argentina y Uruguay y “se divorció cuando el divorcio no existía”. O las cinco mujeres que voltearon la dictadura militar de Hugo Banzer en Bolivia y el diminutivo de Domitila que funciona como una especie de dardo semántico: “El enemigo principal, ¿cuál es?, ¿la dictadura militar? ¿La burguesía boliviana? ¿El imperialismo? No, compañeros. Yo quiero decirles estito: nuestro principal enemigo es el miedo. Lo tenemos adentro”.
Varios textos exploran las dificultades de narradoras y poetas, como “Ellos son ellas” sobre las hermanas Brontë –Emily, Anne y Charlotte–, “intrusas en el masculino reino de la literatura” que “se han puesto máscaras de hombres para que los críticos les disculpen el atrevimiento, pero los críticos maltratan sus obras rudas, crudas, groseras, salvajes, brutales, libertinas…”. La poeta uruguaya Delmira Agustini (1886-1914) fue asesinada a los 27 años por su ex esposo. “Había cantado a las fiebres del amor sin pacatos disimulos, y había sido condenada por quienes castigan en las mujeres lo que en los hombres aplauden, porque la castidad es un deber femenino y el deseo, como la razón, un privilegio masculino”, escribió Galeano en un texto incluido en Memoria del fuego. No podía faltar, además, una celebración a Alfonsina Storni, cuyos versos más difundidos “protestan contra el macho enjaulador”. Como un gran mago, como un inquieto hechicero que mezcla palabras, imágenes, sentimientos y desobediencias, los relatos de Galeano respiran en las voces de sus indómitas mujeres.
Textual
Alexandra
Para que el amor sea natural y limpio, como el agua que bebemos, ha de ser libre y compartido; pero el macho exige obediencias y niega placer. Sin una nueva moral, sin un cambio radical en la vida cotidiana, no habrá emancipación plena. Si la revolución social no miente, debe abolir, en la ley y en las costumbres, el derecho de propiedad del hombre sobre la mujer y las rígidas normas enemigas de la diversidad de la vida.
Palabra más, palabra menos, esto exigía Alexandra Kollontai, la única mujer con rango de ministro en el gobierno de Lenin.
Gracias a ella, la homosexualidad y el aborto dejaron de ser crímenes, el matrimonio ya no fue una condena a pena perpetua, las mujeres tuvieron derecho al voto y a la igualdad de salarios, y hubo guarderías infantiles gratuitas, comedores comunales y lavanderías colectivas.
Años después, cuando Stalin decapitó la revolución, Alexandra consiguió conservar la cabeza. Pero dejó de ser Alexandra.
En Mujeres (Siglo XXI), página 95.
Textual
Emily
Ocurrió en Amherst, en 1886.
Cuando Emily Dickinson murió, la familia descubrió mil ochocientos poemas guardados en su dormitorio.
En puntas de pie había vivido, y en puntas de pie escribió. No publicó más que once poemas en toda su vida, casi todos anónimos o firmados con otro nombre.
De sus antepasados puritanos heredó el aburrimiento, marca de distinción de su raza y de clase: prohibido tocarse, prohibido decirse.
Los caballeros hacían política y negocios y las damas perpetuaban la especie y vivían enfermas.
Emily habitó la soledad y el silencio. Encerrada en su dormitorio, inventaba poemas que violaban las leyes, las leyes de la gramática y las leyes de su propio encierro, y allí escribía una carta por día a su cuñada, Susan, y se la enviaba por correo, aunque ella vivía en la casa de al lado.
Esos poemas y esas cartas fundaron su santuario secreto, donde quisieron ser libres sus dolores escondidos y sus prohibidos deseos.
En Mujeres (Siglo XXI), página 174.
Página/12, Buenos Aires.