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Nacional

Paz con concesiones

Por Rodolfo Arango  

Ni el Gobierno ni las Farc demuestran suficiente voluntad de paz. La reforma a la ley de baldíos y la insistencia en una constituyente lo demuestran.

Para avanzar hacia la firma de los acuerdos de La Habana, las partes negociadoras deberían hacer concesiones de fondo y de alto valor simbólico: el Gobierno renunciando a su estrecha política agroindustrial y la guerrilla a su inmediata pretensión constituyente.

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Por Rodolfo Arango  

Ni el Gobierno ni las Farc demuestran suficiente voluntad de paz. La reforma a la ley de baldíos y la insistencia en una constituyente lo demuestran.

Para avanzar hacia la firma de los acuerdos de La Habana, las partes negociadoras deberían hacer concesiones de fondo y de alto valor simbólico: el Gobierno renunciando a su estrecha política agroindustrial y la guerrilla a su inmediata pretensión constituyente.

Ninguna de las dos concesiones es algo fácil; pero ambas generarían la confianza necesaria para avanzar en una verdadera reconciliación.

El proyecto reformatorio de la actual ley agraria que cursa en el Congreso tiene varios objetivos en vista, entre los cuales resaltan dos que delatan el talante clasista y neoliberal del gobierno Santos: sanear las inversiones en mitad del conflicto que realizaron grandes cacaos, pese al precario fundamento jurídico, para la adquisición y explotación de tierras baldías, originalmente destinadas a campesinos bajo la forma de unidades agrícolas familiares (UAF); y segundo, permitir nuevos macroproyectos agroindustriales en zonas de interés de desarrollo rural y económico (Zidre), incluso admitiendo la expropiación de UAF improductivas.

La legislación agraria, ideal vehículo para sanar heridas a cinco millones de personas desplazadas por la violencia y desterradas de seis millones de hectáreas en zonas rurales, se usa para proteger el enriquecimiento de beneficiarios del desplazamiento forzado y para promover macroproyectos agroindustriales. La lógica brilla por su simplicidad: los ricos generan empleo y riqueza, los grandes negocios, ganancias que redundan en mayores ingresos para todos. Los propósitos materiales se apuntalan en nobles principios: la función social y ecológica de la propiedad privada.

El gran error en la concepción gubernamental, para cuya neutralización no parece estar a la altura el Congreso de la República, consiste en desatender que los seres humanos no sólo persiguen intereses económicos, sino que, para ellos, la tierra también importa por su valor simbólico y cultural. La mentalidad citadina, la que ve en los campos un mero medio de producción, no alcanza a comprender el interés político, histórico, cultural y estético que conllevan las diversas formas de ocupar el territorio. El culturicidio, perpetuado por la acción guerrillera y la política contrainsurgente de tierra arrasada, tiene en la reforma a la ley de baldíos un nuevo capítulo.

Si por el lado del Gobierno llueve, en la esquina de las Farc no escampa. No era de esperarse algo diferente de una organización armada inspirada en ideologías que descreen del pensamiento normativo y que, en algunas de sus variantes, incluso llegan a concebir del derecho como mero instrumento de dominación. La contradicción de las Farc, que cuestiona su real voluntad de paz, consiste en pactar acuerdos que luego dependerían de mayorías inciertas de una asamblea nacional constituyente fruto de la lucha subversiva librada por más de medio siglo.

La experiencia democrática de La Habana puede servir a los negociadores para cuestionar sus visiones de territorio y derecho, pero principalmente al país para mostrar solidaridad y asumir responsabilidad. Atender los campos pasa por idear un modo de vida ecológicamente equilibrado y culturalmente rico que rechace el extractivismo y genere nuevas formas de vida; establecer un verdadero Estado social de derecho exige que los señores de la guerra y sus beneficiarios económicos asuman la parte de responsabilidad que les corresponde por décadas de violencia y corrupción política, lo que incluye aprender a vivir democráticamente, sin negar al otro y sus diferencias.

El Espectador, Bogotá.

 

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