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Nacional

Pesadilla climatizada

Por Alfredo Molano Bravo  

No hay duda alguna sobre el crecimiento de la clase media en el país.  No son necesarias las estadísticas ni los modelos analíticos para saberlo, baste ir un sábado en la tarde a un centro comercial en las ciudades grandes y medianas para ver a la gente consumida en el consumo. Compra todo lo que le cabe en el carro que la espera en el parqueadero. Compra ropa de marca, falsificada o no; le quede bien o mal, siempre que un vestido o unos zapatos estén de moda, se pagan al precio que pidan. Ni qué decir de los supermercados: todos los días desde las 6 de la mañana hasta las 12 de la noche están atestados; se llenan los carritos hasta los bordes, sobre todo de los muchos productos importados que llenan los escaparates.

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Por Alfredo Molano Bravo  

No hay duda alguna sobre el crecimiento de la clase media en el país.  No son necesarias las estadísticas ni los modelos analíticos para saberlo, baste ir un sábado en la tarde a un centro comercial en las ciudades grandes y medianas para ver a la gente consumida en el consumo. Compra todo lo que le cabe en el carro que la espera en el parqueadero. Compra ropa de marca, falsificada o no; le quede bien o mal, siempre que un vestido o unos zapatos estén de moda, se pagan al precio que pidan. Ni qué decir de los supermercados: todos los días desde las 6 de la mañana hasta las 12 de la noche están atestados; se llenan los carritos hasta los bordes, sobre todo de los muchos productos importados que llenan los escaparates.

¿Qué tal los negocios de telefonía? No hablo de las marcas conocidas de los gigantes del celular, cuyas superficies comerciales son más grandes que las iglesias, que los hospitales, que las alcaldías; me refiero a las tienditas al menudeo: tienen todo tipo de cables, pilas, cubiertas, adminículos y, claro, aparatos. Las clases sociales se distinguen hoy por el tipo de celular con que matan el ocio, el miedo, la soledad y el silencio. Los de alta gama para la clase alta, los comunes y corrientes para la fortalecida clase media y las flechas para los pobres. Ni las monjitas de clausura se escapan a la tentación de comunicarse sin trompo con el mundo.

Los sábados a medio día no hay por donde andar por calles y avenidas. Los trancones son nudos ciegos; el calor alcanza los 50 grados dentro de esas burbujas donde van papá, mamá, pie y sofá y la mascotica de los niños ladrándoles a los policías, a los indigentes de semáforo y a las otras mascoticas que asoman el hocico en el carro de al lado. ¡El paraíso! La “pesadilla climatizada” la llamó Henry Miller. Y todo a crédito. La clase media “maneja” varias tarjetas de crédito y otras tantas débito y otras de millas. Tarjetas a porfía. Un carrusel consecutivo, sucesivo, paralelo de deudas que se pagan unas con otras en espiral hasta el colapso. Los bancos, tan irresponsables como codiciosos, apelan a todo tipo de anzuelos para atrapar en sus redes a esa clase que palpita mirando vitrinas. Nada importa: mientras se tenga cupo, a comprar. Se pagan carros, apartamentos, colegios, vacaciones, multas, impuestos, deudas, con el llamado dinero plástico y si sobra tiempo y vida, se juega con el dinero virtual. Por lo demás, ya casi todo es virtual: la vida, el amor, el sexo, la muerte. Mas aún, se puede ser un personaje virtual y cambiar de casa, de carro, de empleo, de mujer, de amante, de obligaciones, de vestido, de cara, de sexo, de perro, de lugar de nacimiento, se puede hasta morir y volver a nacer. Hasta saber quién es el verdadero. Una apoteosis del sin sentido.

Y mientras tanto, en el valle de lágrimas seguimos soportando los dados envenenados de Uribe que reviven el talante de Laureano Gómez —ese rencor que rezumaba por los poros, de ese odio que nacía de su garganta—. El monstruo dedicó toda su fuerza —que mucha tenía— a “hacer invivible la República Liberal”. Uribe y sus capitanes están dedicados en cuerpo y alma a hacer imposible la reconciliación que cada día está más cercana.

El Espectador, Bogotá.

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