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Panamá Papers: medios, geopolítica y negocios

Por Santiago O’Donnell / Revista Nueva Sociedad  

Las megafiltraciones de los últimos años –WikiLeaks, las revelaciones de Edward Snowden y las más recientes, conocidas como «Panamá Papers»– han servido para poner en evidencia la cara «oculta» del poder –político y económico– global, a menudo de forma espectacular. Pero, al mismo tiempo, grupos mediáticos, geopolítica y negocios tejen un entramado que pone en cuestión a los propios medios que difunden, pero también seleccionan, las filtraciones, así como el ejercicio del periodismo y el acceso a la información en esta «era global».

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Por Santiago O’Donnell / Revista Nueva Sociedad  

Las megafiltraciones de los últimos años –WikiLeaks, las revelaciones de Edward Snowden y las más recientes, conocidas como «Panamá Papers»– han servido para poner en evidencia la cara «oculta» del poder –político y económico– global, a menudo de forma espectacular. Pero, al mismo tiempo, grupos mediáticos, geopolítica y negocios tejen un entramado que pone en cuestión a los propios medios que difunden, pero también seleccionan, las filtraciones, así como el ejercicio del periodismo y el acceso a la información en esta «era global».

Las megafiltraciones desnudan y exponen el lado oscuro de grandes actores del poder mundial. Los secretos de la diplomacia de la primera potencia mundial, en el caso del llamado «Cablegate» de WikiLeaks; el espionaje masivo de los servicios de inteligencia de Estados Unidos y Gran Bretaña a través de teléfonos e internet, en el caso de las revelaciones del ex-espía Edward Snowden; la utilización de los poderosos y sus empresas de paraísos fiscales para ocultar movimientos financieros, en el caso de los «Panamá Papers» que acaban de aparecer.

Pero eso no es todo. Las megafiltraciones también interpelan y exhiben las limitaciones y complicidades de los grandes medios de comunicación y las de una profesión, el periodismo, que se encuentra en crisis o reformulación debido a los procesos de avance tecnológico y concentración empresarial que la atraviesan. El avance tecnológico hace que hoy prácticamente todos seamos periodistas en cuanto al uso y manejo de un medio de comunicación, ya sea una página web, un blog o simplemente una cuenta de red social. Las nuevas tecnologías también hacen posibles las megafiltraciones y dinamitan la relación tradicional entre fuente y transmisor, es decir entre filtrador y periodista. Parafraseando a Marshall McLuhan, hoy «el medio es la megafiltración». Por otra parte, en los últimos años los medios tradicionales han sufrido una profunda transformación. Pasaron de ser empresas familiares relativamente autosuficientes y sin grandes vinculaciones económicas a seguir un modelo de megaempresas mediáticas privadas, estatales o mixtas, que manejan decenas o centenares de medios en múltiples mercados y plataformas, y que además forman parte de o están vinculadas a grandes grupos económicos que controlan distintos mercados infocomunicacionales (televisión por cable, celular, cine, televisión abierta, transmisiones y marketing deportivo, etc.). Esos vínculos producen conflictos de interés que dificultan la tarea de equilibrio periodístico a los empleados de los grupos. En consecuencia, cada vez más informaciones son silenciadas porque los grandes medios tienen más para ocultar que para mostrar.

A esto hay que sumarle que los anunciantes de estos medios también se han reducido y concentrado debido a la competencia de internet, mientras que los costos de producción periodística se han reducido notablemente debido a la tecnología. Pero pese a esto último, la relación de fuerzas entre anunciantes y medios tradicionales se ha alterado fuertemente en favor de los anunciantes, lo que genera aún más conflictos de interés y razones para no contar en los medios tradicionales, hoy temerosos de perder a sus principales sponsors, quienes a su vez se sienten cada vez más poderosos porque invierten más dinero en los medios que sus propios dueños.Sin embargo, a falta de un modelo noticioso alternativo de alcance masivo, los megafiltradores todavía dependen de los grandes medios para difundir, pero sobre todo para hacer accesible la montaña de datos y darle espesor narrativo a lo que intentan denunciar. Claro que todo ejercicio de edición conlleva una dosis de censura. Por eso los filtradores pagan un precio al pactar con los grandes medios, que es nada menos que la pérdida de control de esos datos por los que ellos violaron leyes, arriesgaron sus vidas y, en algunos casos, hipotecaron su futuro, como en el caso de Snowden, Chelsea Manning y Julian Assange, entre otros.

A su vez, los grandes medios, la gran mayoría con su influencia, su circulación y sus ganancias en caída libre porque las noticias son gratis en internet, también necesitan a los grandes filtradores para mantener su vigencia. Entonces aceptan publicar aunque las megafiltraciones los expongan a límites éticos rayanos con el robo, el fraude o incluso la traición a la patria. Así surge esta alianza incómoda entre grandes medios y megafiltradores, este pacto mefistofélico, como lo describió Martín Becerra1. Y el pacto funciona, a veces mejor, a veces peor.

Más allá de los intereses comerciales que atraviesan la negociación entre filtradores y grandes medios, aparece un ingrediente no menor que es el de la geopolítica. Hasta ahora todas las megafiltraciones surgieron de instituciones de Occidente y los megafiltradores provienen de esa región. Ahora bien: los gobiernos y sus burocracias son las principales fuentes de información de los grandes medios y estos deben convivir y trabajar con esas fuentes una vez que las megafiltraciones se agotaron. Entonces, los grandes medios tienden a suavizar el impacto de sus publicaciones con respecto a esas fuentes. Esto pudo verse claramente en el caso del «Cablegate», cuando el diario estadounidense The New York Times focalizó su reporte en los casos de corrupción y abuso de autoridad de gobiernos extranjeros que los diplomáticos estadounidenses describían en sus informes. En cambio, el periódico británico The Guardian –que no está tan cerca de los intereses de Washington– y otros medios más periféricos y alternativos se encargaron de difundir cómo las embajadas estadounidenses interfirieron en distintos países, tanto para menoscabar a gobiernos que no les resultaban simpáticos como para promover leyes y decisiones en favor de sus objetivos políticos y de las necesidades y los deseos de sus empresas.

Así, las megafiltraciones son las «bombas atómicas» de la nueva Guerra Fría. No es casualidad que, tras sus respectivas megafiltraciones, Assange y Snowden hayan tenido que asilarse o exiliarse en países enfrentados con eeuu (en la embajada ecuatoriana en Londres el primero y en Moscú el segundo), mientras que Chelsea Manning fue condenado por terrorismo. De modo inverso, en el caso de los «Panamá Papers», fue el presidente ruso Vladímir Putin quien denunció la megafiltración como un ataque de eeuu, ya que ningún funcionario de ese país aparece comprometido por las publicaciones, mientras que el mayor impacto recayó sobre el círculo íntimo de presidente ruso y el de su colega chino Xi Jinping. En este contexto, no parece casual que la principal herramienta que utilizan los megafiltradores, la encriptación, sea considerada un «arma auxiliar» por el Departamento de Estado de eeuu2. Vistas de esta manera, las megafiltraciones diluyen la frontera entre el periodismo y el terrorismo, entre el derecho a informar y la traición a la patria.

1.    M. Becerra: «Prólogo» en S. O’Donnell: Argen-Leaks. Los cables de WikiLeaks sobre la Argentina, de la a a la z, Sudamericana, Buenos Aires, 2011.

2.    «International Traffic in Arms Regulations» en Epic.org, <https://epic.org/crypto/export_controls/itar.html>.

Revista Nueva Sociedad, Buenos Aires.

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