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Alborada mafiosa y paramilitar

Por Reinaldo Spitaletta  

Medellín, la que maravillaba con sus industrias textileras y de otra índole hasta los sesenta, después (en los ochentas y noventas) se convirtió en un laboratorio del narcotráfico, el paramilitarismo y la guerrilla. O de una mezcla de ellos.

La ciudad, que por los sesentas comenzó en la hoy descaecida avenida La Playa, el parque Bolívar y otros lugares céntricos sus alumbrados de navidad, con bombillitos de psicodelia, a comienzos del dos mil incluyó en sus “celebraciones”, la Alborada, que no es más que la derivación de una fiesta de rampante vulgaridad de los miembros del entonces denominado Bloque Cacique Nutibara, dirigido por alias don Berna.

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Por Reinaldo Spitaletta  

Medellín, la que maravillaba con sus industrias textileras y de otra índole hasta los sesenta, después (en los ochentas y noventas) se convirtió en un laboratorio del narcotráfico, el paramilitarismo y la guerrilla. O de una mezcla de ellos.

La ciudad, que por los sesentas comenzó en la hoy descaecida avenida La Playa, el parque Bolívar y otros lugares céntricos sus alumbrados de navidad, con bombillitos de psicodelia, a comienzos del dos mil incluyó en sus “celebraciones”, la Alborada, que no es más que la derivación de una fiesta de rampante vulgaridad de los miembros del entonces denominado Bloque Cacique Nutibara, dirigido por alias don Berna.

En los albores del nuevo milenio, en la ciudad, que ya había vivido los tiempos de terror del capo Pablo Escobar, se instaló el llamado Bloque Metro, organización paramilitar que estaba dirigida por alias Doble Cero, con el propósito de restarles poder a las milicias populares de la guerrilla. Se regaron por las barriadas, se enfrentaron a milicianos, les disputaron territorios y establecieron su reinado en las comunas nororientales y también en algunas del noroccidente.

Todavía campeaban bandas de sicarios controladas por el narcotráfico, que, además de las labores propias de su oficio delincuencial, realizaban “trabajos” a los paramilitares, entre ellas, las de La Terraza. También para entonces alias don Berna, que en sus años mozos perteneció a la guerrilla y luego, aliado con los hermanos Castaño, integró el grupo de los Pepes, tenía presencia como jefe del crimen organizado en Medellín y el Valle de Aburrá.

Don Berna, que ingresó en las Autodefensas de Colombia, acordó con el paramilitarismo que él seguiría controlando la ciudad con su bloque, el Cacique Nutibara. Y en este punto nacieron las contradicciones con el otro bloque, el de Doble Cero, que, además, quería deslindar terrenos con el narcotráfico. El Nutibara, que en Medellín y poblaciones adyacentes funcionó más como una industria criminal del narcotráfico que como paramilitarismo propiamente dicho, inició una guerra contra el Bloque Metro.

El conflicto entre ambas organizaciones también giró en torno a la desmovilización, con la cual los del bloque de alias Doble Cero no estaban de acuerdo. Estos argüían que las mesas de negociaciones aparecerían llenas de narcos que jamás habían hecho parte del paramilitarismo. El caso es que con sus acciones, los dirigidos por don Berna y la Oficina de Envigado fueron mermando a sus rivales, cuando no los cooptaban para sus filas. Y en ese marco de criminalidad y violencia, surgió la denominada alborada del 30 de noviembre.

En noviembre de 2003, ya se sabía que los del Bloque Cacique Nutibara habían negociado la desmovilización. Pero lo que se celebraría era su presencia dominadora en varias comunas y corregimientos de Medellín. Y en puntos clave de la ciudad, como el parque de Miraflores, en Manrique, en los barrios de la comuna 13, en Altavista, San Cristóbal y San Antonio de Prado, se reunieron con cargamentos de tacos y voladores para la fiesta, en la que los de don Berna y compañía consagraban la derrota de sus rivales.

Y así nació una fiesta espuria, nada que ver con los celebraciones ancestrales, ni con la cultura popular. La alborada, que en rigor es la luz del alba, o tiempo de músicas al amanecer, serenata y dulzura, se tornó desde 2003 en Medellín y el Valle de Aburrá, en estallidos desaforados, en un fragor y estropicios de medianoche que más parecen bombardeos nocturnos.

Este “aporte” de la cultura mafiosa-paramilitar, que para algunos puede ser una herencia chévere de asesinos y otros bandidos, convierte al vallecito en la noche del 30 de noviembre y en las jóvenes horas del primero de diciembre, en un infierno de pólvora, que produce infartos en perros y gatos, e intranquilidad y malestar en muchas personas.

No es una festividad ni religiosa ni pagana. No hace parte del acervo cultural del pueblo. Expresa, más bien, la ramplonería, propia de mafiosos y paracos, y de su pútrida mixtura, que en este suelo han tenido incluso los guiños cómplices de empresarios y miembros de la élite. La mal llamada alborada de Medellín es celebración bastarda. Y contra el medio ambiente.

El Espectador, Bogotá.

 

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