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Democratizar para afianzar la paz

Por Alpher Rojas C.  

Si buena parte del origen de nuestros conflictos sociales (incluido el que ahora se negocia) descansa en la precaria calidad de la democracia, la respuesta es la transformación radical del sistema político.

El posacuerdo requerirá de una justicia imparcial y fortalecida, que investigue y aclare la participación de empresas (terceros no combatientes) en violaciones a los Derechos Humanos, desplazamiento forzado, financiamiento de grupos armados y lavado de activos, hechos determinantes en el conflicto armado. Un Fiscal como Néstor Humberto Martínez estaría claramente impedido para encabezar esta labor.

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Por Alpher Rojas C.  

Si buena parte del origen de nuestros conflictos sociales (incluido el que ahora se negocia) descansa en la precaria calidad de la democracia, la respuesta es la transformación radical del sistema político.

El posacuerdo requerirá de una justicia imparcial y fortalecida, que investigue y aclare la participación de empresas (terceros no combatientes) en violaciones a los Derechos Humanos, desplazamiento forzado, financiamiento de grupos armados y lavado de activos, hechos determinantes en el conflicto armado. Un Fiscal como Néstor Humberto Martínez estaría claramente impedido para encabezar esta labor.

El proceso de construcción de paz en que estamos comprometidos los colombianos -en su gran e indiscutida mayoría-, además del conjunto de acciones, iniciativas y procesos de transformación implicados en su desarrollo para cerrar definitivamente la confrontación armada, remite a la necesidad inaplazable de canalizar las energías de la sociedad y de impulsar sus dinámicas internas hacia la incorporación de una masa crítica de ciudadanos al ejercicio de la política activa y, con ella, a la promoción de la praxis de una ética pública que haga viables los caminos de una democracia cualificada y moderna.

Una democracia que tenga la capacidad de atraer a su estadio de decisiones el “espacio público” en poder de la economía, merced al desprendimiento consciente y premeditado que hiciera el liberalismo colombiano de su poder de control sobre las fuerzas económicas, que así quedaron liberadas para poner en marcha el modelo neoliberal y sus fatales leyes económicas de libre mercado. A partir de entonces, las grandes orientaciones y la legislación económica y social se estructuran y se imponen desde las reuniones secretas de las grandes corporaciones multinacionales, como la Organización Mundial del Comercio, sin que medie la participación de los afectados, generalmente clases medias, pobres y sectores indefensos.

En una sociedad que carezca de canales adecuados para tramitar sus contradicciones y estructurar su representación legítima y estable, el proyecto político asociativo tiende a desatar sus energías por rumbos indeterminados, desconectados de la lógica democrática, y a manifestarse en estallidos cortos, aislados, sin articulación colectiva y, por tanto, incapaces de defender y asumir los grandes desafíos que puedan conducir a las reivindicaciones sociopolíticas inherentes a la democracia y a la convivencia pacífica de la sociedad.

Si consideramos, como lo demuestra el curso de nuestra historia reciente, que buena parte del origen de nuestros conflictos sociales y políticos (incluido el que ahora se negocia) descansa en la precaria calidad de la democracia y en la consiguiente e imperfecta construcción de las instituciones políticas, la respuesta es la transformación integral y radical del sistema político. No hay otra forma de que, tras la firma de la paz y la superación del llamado posconflicto, nuestro país pueda reinventar sus dinámicas transformadoras y, consecuentemente, mejorar la calidad de sus ineludibles conflictos. Otra, es la iniciativa de una Asamblea Nacional Constitucional.

Porque lo cierto e incontrovertible es que entre las instituciones que mayor aporte negativo hacen a la crisis nacional y, por supuesto, al debilitamiento de la democracia, los partidos políticos tradicionales y recientes cargan con la mayor responsabilidad. No solo por la agotada e incoherente mentalidad de sus cúpulas directivas, sino porque sus estructuras están integradas por una pluralidad de feudalidades que luchan (salvo algunas excepciones aquí y allá) por su propio interés mediante el uso cínico de los procedimientos y las reglas: “Ya que el país es así, pensaré una estrategia que me permita explotar sus reglas en mi provecho mercantil, mafioso o familiar”.

Parodiando al pensador Cornelius Castoriadis: en Colombia, el rasgo más conspicuo de la política contemporánea es su simplicidad e insignificancia, ya no tienen un programa ni se lucen con un control político efectivo e insobornable, como observáramos en el ‘debate’ de moción de censura al ministro neoliberal Mauricio Cárdenas. Quedó absolutamente claro que el único objetivo de los dirigentes que se atravesaron a la justiciera censura al ministro es seguir en el poder a cualquier costo. Son los mismos que se vanaglorian de conquistas y comportamientos que en otros escenarios darían vergüenza. No pueden ni les interesa imaginar alternativas transformadoras, ni brindar certezas sobre el largo plazo, ni pedir el auxilio de la ciencia para sus proyectos.

Por ello, y dados los escándalos que día tras día sacuden la política del país, se suele afirmar que a cualquier ciudadano interesado en reconstruir la historia más próxima de las élites directivas de la política nacional le bastaría acudir a las páginas judiciales (o a las unidades investigativas) de los periódicos para encontrar la catadura doctrinal y moral de sus integrantes más destacados.

Para afianzar la paz requerimos un proceso democrático que no puede ser otro que aquel que se aproxime a un ‘ethos’ igualitario orientado a resolver la patología de la sobrerrepresentación de las élites y su antípoda, la subrepresentación de los sectores populares, mediante la democratización y modernización interna de las colectividades políticas en diálogo fecundo y revitalizador a través de un puente vivo y creativo con los movimientos sociales. Puesto que, según las mejores tradiciones de la cultura política democrática, solo la ilusión o la hipocresía pueden creer o tratar de hacer creer que la democracia sea posible sin partidos políticos.

El Tiempo, Bogotá.

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