Columnistas
El temor a la gente demasiado buena
Por Moisés Wasserman
Hay una palabra inglesa que me hace mucha falta en el español: ‘self-righteousness’. He buscado inútilmente en muchos diccionarios. Algunos la traducen como ‘fariseísmo’, pero no es lo mismo. Toca explicarla en lugar de traducirla: es el sentimiento de superioridad moral derivado de la convicción de que las propias creencias o afiliaciones son más virtuosas que las de los demás.
No es un fenómeno nuevo, pero va en aumento y es peligroso porque ese sentimiento de superioridad moral está en la psicología de los individuos que han producido los peores males.
Por Moisés Wasserman
Hay una palabra inglesa que me hace mucha falta en el español: ‘self-righteousness’. He buscado inútilmente en muchos diccionarios. Algunos la traducen como ‘fariseísmo’, pero no es lo mismo. Toca explicarla en lugar de traducirla: es el sentimiento de superioridad moral derivado de la convicción de que las propias creencias o afiliaciones son más virtuosas que las de los demás.
No es un fenómeno nuevo, pero va en aumento y es peligroso porque ese sentimiento de superioridad moral está en la psicología de los individuos que han producido los peores males.
Porque los muy malos, los malos que han tenido efectos catastróficos, han actuado pensando que son extremadamente buenos, que sus fines son altamente morales y que en su nombre se puede hacer cualquier cosa.
Hitler no se veía a sí mismo como un asesino sino como el salvador que iba a construir, con un ‘hombre superior’, un imperio de mil años; se veía defendiendo la pureza de una raza y la dignidad de un pueblo. Stalin sentía que era el defensor de los oprimidos por quienes no importaba oprimir a otros. Mao purificó la moral revolucionaria matando a unos diez millones de cultivadores, traficantes y consumidores de opio. Nuestras guerrillas se han negado a pedir perdón abiertamente porque están convencidas de que la motivación de sus crímenes es altruista. Hasta los simples asesinos a veces lo creen. David Buss, en un metaestudio del 2005, sobre 5.000 asesinatos horrendos, concluyó que la gran mayoría de esos criminales se veía moralmente superior a sus víctimas.
Las religiones han sido la mata del ‘self-righteousness’. Historias tremendas en la Biblia muestran que para los poseedores de la verdad la crueldad es un evento menor. La Santa Inquisición, para la salvación eterna de las almas, no veía problema en martirizar los cuerpos. Boko Haram muestra orgulloso las fotos de los cientos de niñas cristianas secuestradas: las presenta como salvadas para la fe verdadera. En su visión, no fueron vendidas a viejos lascivos sino que se les aseguró una unión marital virtuosa.
Por eso me asustan las personas demasiado buenas. Asustan quienes están tan convencidos de una verdad que no conciben que pueda ser discutida. Quienes desprecian desde su altura moral a esos pobres despistados no iluminados. Esas personas demasiado buenas están en la derecha, en la izquierda y en el verde, sentadas muy alto en sus tronos. No quiero decir que se vayan a convertir en criminales, pero sí que están generando una intolerancia con altos costos para los individuos y que mantiene a la sociedad en un estado permanente de crispación y parálisis.
Lo que más asusta es que es fácil caer en el ‘self-righteousness’. Es muy cómodo pertenecer al equipo de la verdad. Basta con un bautizo para estar en lo correcto, para no tener que dudar. Yo confieso que caí cuando joven, hasta llegué a afirmar que las noticias que nos llegaban acerca de los gulags no eran más que propaganda del imperialismo. Ahora debo hacerme revisiones periódicas para evitar recaídas. Hay algunos métodos que permiten reconocer el peligro: no basta saber de quién proviene una idea para estar automáticamente de acuerdo con ella, ni hay que negarse sistemáticamente a escuchar lo que dice alguien no alineado. Pero el síntoma que más debe preocuparlo a uno es cuando, mirándose al espejo, se le escurren lágrimas de ternura ante tanta bondad.
Prefiero a las personas llenas de dudas. Me gustan quienes buscan soluciones y consideran diversas opciones, quienes piensan con independencia. Está bien que tengan convicciones, pero que se atrevan a someterlas a prueba. Por eso me gusta más la gente sensata y razonablemente buena que la demasiado buena.
El Tiempo, Bogotá.