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La mirada glauca de Jorge Luis Borges

Por Alpher Rojas C.  

Cuando la noche diluye las formas de la realidad cotidiana, volvemos la mirada al interior buscando ventanas hacia el infinito. Nuestros ojos, inútiles para ver otro universo que no sea el exterior, se pierden entre tinieblas interiores, y es entonces cuando precisamos de otros ojos más lúcidos que nos guíen por los pasadizos de la imaginación y la fantasía.

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Por Alpher Rojas C.  

Cuando la noche diluye las formas de la realidad cotidiana, volvemos la mirada al interior buscando ventanas hacia el infinito. Nuestros ojos, inútiles para ver otro universo que no sea el exterior, se pierden entre tinieblas interiores, y es entonces cuando precisamos de otros ojos más lúcidos que nos guíen por los pasadizos de la imaginación y la fantasía.

Nosotros, que lo hubiéramos conducido jubilosos por las calles cruzadas de obstáculos de Oxford o Ginebra, prestándoles nuestra luz a sus tinieblas, necesitamos de sus ojos para transitar por los caminos de la noche, asombroso territorio de sueños y de magias: los ojos de Jorge Luis Borges, a quien ahora evocamos asido a la realidad por la empuñadura del bastón, quizás el único contacto que establecía con ella, no tanto para aproximarla como para impulsar en su vuelo una mirada glauca que dejaba vagar por las mil y una noches de sus sueños, capturando imágenes que traducía al lenguaje de los hombres con palabras pulidas como cristales, a la manera de Spinoza artesano, y que hoy siguen siendo para nosotros como reflejos de luz sobre el relieve de un mar que sería de tinieblas sin la guía de esos ojos que siempre miraron más allá.

O, al menos, que miraron más allá de la realidad inmediata, la cual perdió para él la virtud de producirle asombro y lo obligó a “tomar la precaución” de quedarse ciego, para entrar en el laberinto que lo sedujo desde su niñez en Buenos Aires, cuando inclinado sobre una vieja lámina que representaba el laberinto de Creta, examinaba con una lupa las minúsculas ventanas de la edificación mítica, con la ilusión de ver, a través de ellas, al minotauro. El mismo laberinto de la Adrogué de su juventud, ese pueblecito que parecía diseñado por Dédalo y a cuyas calles salía Borges con sus padres únicamente por el placer de extraviarse.

La recuperación de esa fascinación infantil le impidió tomar su ceguera como una desgracia. Al menos, es lo que el viejo y escéptico Borges le cuenta al joven y convencido Borges en uno de sus cuentos. “Es como un lento atardecer de verano”. O como un ingreso gradual al laberinto de la noche, en donde no existen los temidos espejos de sus pesadillas de niño, y donde el amenazante ‘tiger’ no es más que una imprecisa mancha amarilla oro. También como una puerta al pasado.

Porque a pesar de su constante temática del tiempo cíclico, para Borges solo el pasado fue materia modelable en su estética. Solo los libros que hubieran pasado la prueba del tiempo y los hechos pretéritos transformados por la memoria, convertidos en recuerdos de sus antepasados o de su niñez, merecieron su atención.

La repetición de “un momento en el proceso cósmico” que desencadenaría la repetición de los siguientes, la historia como sucesión de espejos y la refutación del tiempo –así como todo el espectro de la filosofía idealista– eran parte de su cantera temática, material para su literatura fantástica, porque lo que es Borges estaba seguro de que el pasado no retorna.

Por eso se empeñó en rescatarlo y recrearlo en sus ficciones, como poseído de una nostalgia de tiempos que no vivió. Aun el Buenos Aires que amó no fue el que habitó, sino el que lo habitó: una magnificación de recuerdos.

Con ese desdén por el presente, la idea de que todo tiempo pasado fue mejor porque podemos idealizarlo en la memoria, y el desinterés confeso por la mecánica de los hechos actuales, es apenas postulado lógico que nos indica que ocuparse de las ideas políticas de Borges sería como ocuparse de las opiniones literarias de Perón.

Si viajó, no lo hizo para conocer el mundo, sino para cotejarlo con la memoria de los libros antiguos. Si viajó –y le fue dado el privilegio hasta la saciedad–, fue en busca de libros o para visitar los lugares donde se desarrollaron las historias contenidas en los viejos textos de sus relecturas, con alguna vana ilusión de que con ellos el tiempo se hubiera detenido. Pero qué más daba, si al fin y al cabo en la mente de Borges se había instalado una particular eternidad sin presente, o si al tripular la máquina del tiempo de Wells solo la palanca de reversa habría accionado el nostálgico poeta.

Aunque nada más nos hubiera dejado, nos dejó de qué hablar y nos enseñó que la conversación es la nave en que más lejos y más rápido se viaja. Así una sala o una mesa de café pueden convertirse en una máquina del tiempo.

El Tiempo, Bogotá.

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