Columnistas
‘La secreta’
Por Alpher Rojas C.
Esta obra desarrolla una trama dialéctica en la que tiempos y espacialidades mantienen cautivo al lector.
Confieso que mis conocimientos literarios son insuficientes para abordar técnicamente la lectura crítica de una novela como La secreta del escritor quindiano José Nodier Solórzano. Un trabajo de refinada elaboración estética, habitado por un lenguaje cuya plasticidad lo sitúa por encima de las formulaciones convencionales.
Por Alpher Rojas C.
Esta obra desarrolla una trama dialéctica en la que tiempos y espacialidades mantienen cautivo al lector.
Confieso que mis conocimientos literarios son insuficientes para abordar técnicamente la lectura crítica de una novela como La secreta del escritor quindiano José Nodier Solórzano. Un trabajo de refinada elaboración estética, habitado por un lenguaje cuya plasticidad lo sitúa por encima de las formulaciones convencionales.
El autor es reconocido como un artista de amplio bagaje cultural capaz de imaginar inéditos juegos escénicos, un orfebre cauteloso de las formas literarias.
Una primera (h)ojeada a esta “novela corta”, deja la sensación de que detrás de esa estructura hay un creador –para lectores anormales– de promisorio talento narrativo, que a la par del proyecto central desarrolla una gama de sugerencias alternativas para enmarcar las mundanas peripecias de sus personajes y su desolada realidad. En ella transcurre la figura poliédrica de ‘Raigoza’ o ‘Pez pluma cristal’, un libertino de curiosa y versátil adaptación, un sibarita resignado a sórdidos oficios, o la lúbrica ‘Manutención’ o ‘Manu’, una matrioska replicada en tantas otras féminas cuantas requirió el autor para descargar las urgencias del machismo local, que en el clímax de sus apogeos lascivos grita ideales de filosofía moral. Un alarido de sangre núbil enredado en el pico de una alondra que emprende el vuelo desde las húmedas sábanas del burdel.
En principio quise abordar el texto desde la perspectiva del mero goce estético, pero no pude evitar –en la medida en que avanzaba fascinado por el brillante despliegue de su instrumental lingüístico– que el influjo de mi deformación profesional me condujera a rastrear las claves extraliterarias en la condición sociológica y politológica de los sujetos que pueblan el microcosmos cafetero.
En el propósito de reflexionar sobre el conjunto de instituciones, interfertilizaciones culturales, adscripciones ideopolíticas o gregarismos en la diáspora de las víctimas o en el mohín triunfal de los victimarios, mi semiótica detectó signos de psicoanálisis (lacaniano) con los que el autor ensaya –bajo la inquietante atmósfera social de sus 166 páginas–, recrear el ambiente aldeano, diríase parroquial, sobreponiéndose a la habitual exaltación chauvinista de la llamada “calarcoñocracia”. Una contenida simbiosis de historia y geografía le sirve a Solórzano para proyectar el inframundo calarqueño y cuyabro en todo su candor provinciano. Lo representa en la gazmoñería de sus élites con ínfulas aristocráticas, y las expectativas frustradas de las clases subalternas, para quienes la moral social se convierte en un sistema de recíprocas exigencias.
Un ajuste de cuentas con el medio y, aún, consigo mismo recorre estas páginas para confrontar lagunas en la pequeña historia comarcana, y reconfigurarla. Lo advierto cuando encuentro que la política (como la violencia) no es un rasgo secundario, sino el eje central sobre el que gira casi todo, tanto como la defensa de valores tradicionales “perdidos”, reflejada en la alusión al río (Quindío) y otros acuíferos degradados, incluso en las micciones callejeras, en las bermejas secreciones vaginales mezcladas con la espesa albúmina de cuerpos abortados y la turbia linfa de las alcantarillas que alimentan la lenta e impura orografía del progreso que invade y arrasa todo, incluida la memoria de las gentes que sobreviven en la cuadrícula urbana.
Uno de sus ficcionales protagonistas “remasteriza” la fábula de la “Colonización antioqueña” en el Quindío, probablemente derivada, primero del texto del geógrafo gringo James Parsons y, segundo, de la apropiación pasiva de la tradición costumbrista: boutade legendaria ya revaluada por investigadores calificados como Isaías Tobasura, Bonel Patiño Noreña, Jaime Eduardo Londoño Mota y Catherine Le Grand quienes afirman: “Vale la pena aclarar que este modelo (de colonización antioqueña) no acepta la presencia de otros actores, por ejemplo de colonizadores procedentes de otras regiones del país, pues en este caso la lógica del modelo se desvirtúa y pierde totalmente su capacidad explicativa” (Citado en mi libro Desastre en la ciudad, sobre el terremoto en el Eje Cafetero en 1999).
Sin embargo, la polémica apreciación hace parte del microuniverso creado y no afecta la sobriedad y el rigor argumental, porque la insaciable codicia geopolítica paisa –a contrapelo de la verdad histórica– ha recibido “el anónimo plebiscito de la conformidad”. Lo cierto es que la novela logra la convergencia de espacios de realidad y ficción en simétricas proporciones y, por momentos, el ingenio semántico de su interpenetración.
Un tigre enorme, acezante, resuella en el vano de la puerta de una mujer solitaria y desnuda, un acuario –en el que han sustituido los peces ornamentales por bellas putas danzarinas y malandrines de sangre fría, maricas y místicos–, y un diccionario de la lengua que visibiliza en las conciencias el universo merodeante, más las banderas artesanales que ligan a su asta las identidades en fuga, son elementos de extraordinaria fuerza simbólica.
La secreta desarrolla una trama dialéctica en la que tiempos y espacialidades articuladores mantienen cautiva la atención del lector. Y aunque en el entrecruzamiento de planos y el traslape de voces el narrador omnisciente traza múltiples rumbos que exigen concentración, no hay impedimentos circulatorios tales que frenen el ritmo de lectura. Es un ejercicio gratificante, en el que un apenas audible tono poético deja escuchar conciertos de lúcida, agradable literatura.
El Tiempo, Bogotá.