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Me hubiera gustado oírlos

Por María Elvira Bonilla  

La reacción de la Policía francesa frente al ataque aleve a Charlie Hebdo fue la de una cacería enloquecida para capturar a los primeros sospechosos: los jóvenes hermanos Kouachi. En menos de un día estaban muertos. Una persecución con eco en los medios, de película, creando la falacia generalizada que así, aniquilando, “se extirpará el mal”.

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Por María Elvira Bonilla  

La reacción de la Policía francesa frente al ataque aleve a Charlie Hebdo fue la de una cacería enloquecida para capturar a los primeros sospechosos: los jóvenes hermanos Kouachi. En menos de un día estaban muertos. Una persecución con eco en los medios, de película, creando la falacia generalizada que así, aniquilando, “se extirpará el mal”.

Como creyó George Bush cuando declaró su guerra contra el terrorismo el 11 de septiembre de 2001 con resultados fallidos como ha sido el de incendiar el mundo árabe, entrometerse en completas realidades con raíces históricas y culturales propias, diversas y distintas, que han terminado profundizando los odios, el fanatismo, la radicalización y la demencia.

La rebelión musulmana que quiere hacer oírse a como dé lugar, no se va a atajar con la fuerza de las armas, las detenciones, las torturas y los muertos. No alcanzarán los policías ni habrá ejércitos suficientes para dar seguridad, para contener los actos violentos de los movimientos yihadistas a lo largo del mundo.

El yihadismo es plural y complejo. Y no es sólo la expresión religiosa y el pensamiento político islámico, sino que está compuesto por individuos con raíces árabes que han crecido o viven en Europa y en Estados Unidos, que tienen su propia interpretación y cuestionan a la luz del Corán las dinámicas económicas y políticas de las democracias occidentales. Buena parte de sus integrantes son jóvenes dispuestos a darles sentido a sus vidas, que como los hermanos Koachi, huérfanos desde niños, hijos de inmigrantes argelinos, guardan rencores enconados en sus infancias marginales con un pasado en la memoria colectiva del cruel colonialismo francés y la cruenta guerra de liberación que protagonizó actos imposibles de olvidar, como la masacre a garrote limpio, en los años 60, también en París, de 200 argelinos por demandar el fin de la ocupación francesa de su país, que ya había dejado un millón de árabes muertos.

Lo que está ocurriendo con los muchachos ingleses, alemanes y franceses, que entran ahora a las filas del Estado Islámico, es algo profundo. Por eso me habría gustado haber podido escuchar a los hermanos Koachi para intentar entender esas fuerzas ocultas que los llevaron a descargar sus fusiles contra los indefensos periodistas y caricaturistas de Charlie Hebdo. Esa disposición, incomprensible desde la distancia occidental, sin haber llegado a los 25 años, de entregar su vida a una causa, unas creencias, una cultura.

La tragedia de París convirtió también al periodismo y a su vocación de libertad en objetivo militar. Pero no tiene sentido alguno reaccionar rabiosamente con simplismo. La violencia diaria en Oriente Medio cobra muchas vidas, pero como dice José Antonio Gutiérrez en un polémica columna titulada “Je ne suis pas Charlie”, (Yo no soy Charlie) http://bit.ly/1xdxIyT, “Occidente mata todos los días. Sin ruido”, en la que advierte que “Europa se consume en una espiral de odio xenófobo, de islamofobia, de antisemitismo (los palestinos son semitas, de hecho). Los musulmanes ya son los judíos en la Europa del siglo XXI, y los partidos neonazis se están haciendo nuevamente respetables 80 años después gracias a este repugnante sentimiento”. Un escenario indeseable para cualquier democracia.

El Espectador, Bogotá.

 

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