Columnistas
Terrorismo de Estado: el mal radical y la banalidad del mal
Por Nora Merlin
Entre 1976 y 1983 se vivió la experiencia más horrorosa de la historia argentina, configurando un hecho traumático sin precedentes en la región. La crueldad que asumió el terrorismo de Estado superó los patrones de juicio moral y las categorías políticas utilizadas hasta entonces. Fue la emergencia del mal absoluto, una singularidad sin comparación alguna, que no pudo ser comprendida con las representaciones disponibles hasta entonces.
Por Nora Merlin
Entre 1976 y 1983 se vivió la experiencia más horrorosa de la historia argentina, configurando un hecho traumático sin precedentes en la región. La crueldad que asumió el terrorismo de Estado superó los patrones de juicio moral y las categorías políticas utilizadas hasta entonces. Fue la emergencia del mal absoluto, una singularidad sin comparación alguna, que no pudo ser comprendida con las representaciones disponibles hasta entonces.
Esa insuficiencia constituyó uno de los motivos que determinó que gran parte de la sociedad no admitiera inmediatamente lo acontecido. Fueron necesarios años de lucha y muchos elementos probatorios para que la cultura argentina, y no sólo una parte de la sociedad, haya podido reconocer la existencia de los desaparecidos y de los campos de exterminio.
Dos conceptos establecidos por Hannah Arendt permiten arrojar luz sobre algunos de los efectos sociales del terrorismo de Estado. El “mal radical”, desarrollado en Los orígenes del totalitarismo (1951), y la tesis presentada en La banalidad del mal, Eichmann en Jerusalén (1963).
Hannah Arendt denominó mal radical a las prácticas desubjetivantes instauradas por el régimen nazi. Constituyeron un hecho inédito, que requirió de la construcción de campos de concentración y exterminio, significando un quiebre respecto de las formas históricas de dominación. El objeto de los campos no se limitaba a la muerte de los allí recluidos, sino que se buscaba la aniquilación de la singularidad y la desaparición de las huellas de la existencia. La radicalidad del mal requería tres pasos para realizarse: 1) La supresión de la persona y de su carácter de ser humano borrando todo rastro o recuerdo de su existencia misma. Las personas eran tratadas como una masa informe, reducidas a fantasmales marionetas, incluso cuando se dirigían a su propia muerte. Se buscaba matar a la persona jurídica, situarla como una persona fuera de la ley a través de la desnacionalización. 2) La aniquilación de la persona moral, a través de la corrupción de toda forma de solidaridad humana, llegando al extremo de involucrar a los sometidos en la delación y asesinato de sus compañeros. 3) La aniquilación de cualquier rastro de individualidad y dignidad humana. Se proponían la eliminación de la subjetividad, de lo que Arendt denomina espontaneidad de los hombres, a fin de procurar la dominación total.
Los campos de concentración, maquinaria de producción de “cadáveres vivos”, demostraron que es posible aniquilar a los seres humanos sin que sea necesaria su eliminación física; privaron a la muerte de su significado como final de una vida.
La banalidad del mal es la tesis presentada por Arendt en su obra La banalidad del mal, Eichmann en Jerusalén (1963); en la que articula el mal y la responsabilidad. Se pregunta la filósofa cuáles son las motivaciones que llevan a producir semejante horror, y sostiene la interrogación por la responsabilidad de lo acontecido. Arendt entrevistó a Eichmann, teniente coronel de las SS, responsable de la solución final y del traslado de los deportados a los campos de concentración. Afirma en su tesis que Eichman no era un sujeto sádico o demoníaco, sino alguien “terriblemente normal”, totalmente común. Arendt observó que hombres normales, en determinadas circunstancias, se involucran en una empresa asesina y están dispuestos a todo con una completa exención de la responsabilidad por sus actos. Eichmann procedía siguiendo las reglas impuestas por el régimen nazi, repetía frases hechas o clichés, y presentaba una profunda incapacidad para pensar por sí mismo con criterios propios, aquellos que, tal vez, le hubiesen permitido cuestionar las normas establecidas. No mostró culpa, odio, ni arrepentimiento, alegaba que él no tenía ninguna responsabilidad porque estaba haciendo su trabajo, cumpliendo con su deber, obedeciendo órdenes y en conformidad con la ley.
El terrorismo de Estado en la Argentina instaló la represión, la desaparición de personas, los campos de exterminio, las torturas, los robos de niños y toda clase de violaciones. El regreso de la democracia, con Alfonsín en el gobierno, dio origen a un nuevo pacto social, resumido en el conocido imperativo “Nunca más”. En 1986 se sancionó la Ley de Punto Final, que estableció la prescripción de los juicios contra los imputados responsables, y en 1987 la Ley de Obediencia Debida, que instituía que no eran punibles los delitos cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas cuyo grado estuviera subordinado al de coronel. De esta forma, se legitimaba el montaje de un aparato burocrático de asesinato en masa, organizado desde el Estado, sin que se juzgara a los actores directos. Si la responsabilidad no es de nadie la culpa es de todos: se instala en la subjetividad la sospecha, la desconfianza, la angustia social, los duelos no pueden terminar de elaborarse y el dolor no cesa. Néstor Kirchner advirtió que sería imposible para la sociedad confiar en un Estado que había matado a sus hijos, y volver a creer en la política como herramienta de transformación. Comprendió que había una herida que aún sangraba en la cultura, y que no se recuperaría la paz social, la alegría, el sentimiento patriótico, ni se abandonaría el escepticismo en la política si no se establecía la responsabilidad de los causantes. El Estado argentino debía hacerse responsable de los horrorosos hechos acontecidos en esos años. Como presidente de los argentinos en nombre del Estado, Néstor Kirchner pidió perdón a las Madres, a los organismos de derechos humanos y a la Patria en su conjunto. Asumió el compromiso de continuar hasta las últimas consecuencias la lucha por la justicia. Las leyes de Punto final y de Obediencia Debida fueron anuladas por el Congreso Nacional en 2003, y declaradas inconstitucionales por la Corte Suprema de Justicia dos años después, posibilitando de esta manera continuar y profundizar el camino de la memoria, verdad y justicia.
A partir del concepto de banalidad del mal, sabemos que cualquier hombre, en determinadas circunstancias, puede involucrarse en violencias y agresiones, y estar dispuesto a todo sin sentirse responsable por sus actos. En la democracia argentina actual constatamos con gran preocupación el rechazo del semejante transformado en enemigo. Muchas personas aplauden los despidos de trabajadores, la represión a manifestantes sociales, la persecución a militantes, etc. No hay nada que justifique la incentivación de la hostilidad en sus distintas manifestaciones. Una cultura reunida por el odio y su poder destructivo de los lazos sociales es una cultura en riesgo.
Brindar amparo, disminuir la hostilidad y garantizar la paz social es la función principal de un Estado. La acción de gobierno no debe reducirse a conducir los asuntos de gestión, sino que tiene que considerar como eje de sus políticas el compromiso con la regulación de la violencia, la agresividad, el temor y el odio entre los semejantes.
Página/12, Buenos Aires.