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Columnistas

Argentina: de la unidad latinoamericana al alineamiento con EEUU

Por Mabel Thwaites Rey*  

El sorprendente triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales del 22 de noviembre pasado ha producido un enorme sacudón político en el país y en la región. Porque los alineamientos internos y externos del mandatario electo prefiguran un panorama inquietante para las expectativas de transformación económica, social y política que se abrieron en América Latina a comienzos del siglo XXI. Abundan en estos días los análisis e interpretaciones sobre las razones que explican tal mutación política en la Argentina y sobre sus consecuencias, por lo que aprovecharé este espacio para destacar dos de las múltiples causas que confluyeron en la configuración del actual escenario, y uno de los aspectos en los cuales resultará especialmente distintiva la gestión del nuevo gobierno: el alineamiento con Estados Unidos y el resquebrajamiento de la perspectiva latinoamericanista.

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Por Mabel Thwaites Rey*  

El sorprendente triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales del 22 de noviembre pasado ha producido un enorme sacudón político en el país y en la región. Porque los alineamientos internos y externos del mandatario electo prefiguran un panorama inquietante para las expectativas de transformación económica, social y política que se abrieron en América Latina a comienzos del siglo XXI. Abundan en estos días los análisis e interpretaciones sobre las razones que explican tal mutación política en la Argentina y sobre sus consecuencias, por lo que aprovecharé este espacio para destacar dos de las múltiples causas que confluyeron en la configuración del actual escenario, y uno de los aspectos en los cuales resultará especialmente distintiva la gestión del nuevo gobierno: el alineamiento con Estados Unidos y el resquebrajamiento de la perspectiva latinoamericanista.

Los pro del PRO y los contras del kirchnerismo

Diversos factores se conjugaron para que, por primera vez en la historia argentina, se alzara con el gobierno por la vía electoral un representante explícito y genuino de la derecha social y política, dos de los cuales tienen incidencia directa en el plano político y se vinculan a los liderazgos en disputa. Uno es la evidente capacidad demostrada por el PRO para conformarse como fuerza política bien sintonizada con la post-crisis del 2001 y la impugnación al neoliberalismo explícito que se abrió entonces. El PRO tomó nota del despliegue anti-político que se manifestó como profunda crisis de representación y se abocó a diseñarse como canal de participación política para cierto espíritu emprendedor y de voluntariado caritativo de núcleos juveniles de sectores acomodados, pero que además tuviera vocación de poder. Su logro principal es haber sorteado los límites sociales que, hasta hace muy poco, parecían cerrarle la puerta a cualquier opción electoral de raigambre conservadora, que no viniera arropada por las clásicas siglas del peronismo o del radicalismo. Macri consiguió, al menos hasta el momento en que gana las elecciones, proyectar los intereses del núcleo duro de la derecha social, al revestirlos eficazmente como beneficiosos para el conjunto de la sociedad. Lo que no se había logrado con la rebelión campestre de 2008, que amagó ser el germen de una nueva hegemonía bajo la égida de los núcleos agroexportadores, asoma como posibilidad con el triunfo del PRO en las recientes elecciones presidenciales.
El férreo opacamiento mediático a los aspectos más oscuros de la figura y la gestión de Macri en la Ciudad de Buenos Aires tuvo un papel relevante para que el dirigente pudiera proyectarse a todo el país y vencer las barreras que tenía ab initio como prototipo de la elite porteña. Aprovechando esa protección, Macri fue aglutinando tras su candidatura a los sectores que el kirchnerismo iba expulsando del entramado hegemónico consagrado en las elecciones de 2011. Mientras la inflación minaba ingresos y salarios, la restricción para acceder a la compra de dólares como refugio de valor, la negativa a modificar la escala del impuesto a las ganancias -que afecta a una proporción creciente de asalariados y sus núcleos familiares y que llevó a la ruptura con sindicatos otrora aliados-, y el constreñimiento presupuestario para las provincias opositoras (como Córdoba), fueron gestando nuevos rencores entre capas medias y bajas, especialmente de los centros urbanos de la región central del país. En ese trasfondo calaron las consignas de deponer confrontaciones y de recuperar la cultura del trabajo, frente a lo que empezó a percibirse como extracción abusiva de recursos obtenidos legítimamente mediante el esfuerzo, para asignarlos vía subsidios a sectores pauperizados y estigmatizados como vagos y masa de maniobra clientelar de un oficialismo, además, minado por las denuncias de corrupción. El PRO abonó activamente a esta mirada y supo sacar partido de esa sensación extendida y amplificada mediáticamente -que incentiva posturas menos solidarias o francamente reaccionarias-, así como de la convicción de que para vencer al kirchnerismo era necesario aglutinar fuerzas en torno a una única candidatura, que se presentara como dialoguista en los modales e interpretara la demanda de un cambio de talante y de reglas de juego, pero que a la vez perfilara firmeza y agallas para derrotar a un adversario que conservaba altos niveles de aceptación social.

El otro factor relevante tiene que ver con la propia estrategia del kirchnerismo, de cara a la conclusión del ciclo conducido por sus máximos exponentes y creadores y frente a un escenario económico internacional adverso. Durante el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner se acumularon problemas económicos que fueron manejados con el propósito central de no afectar de modo significativo los niveles de consumo y empleo consistentes con las líneas generales del proyecto político abierto en 2003. La derrota en las elecciones legislativas de 2013 no fue remontada con medidas capaces de desactivar descontentos e incorporar nuevos derechos y reivindicaciones sociales insatisfechas, como se hiciera, tras la debacle en las legislativas de 2009, con la Asignación Universal por Hijo. El repertorio de opciones dentro de la lógica sistémica no presentaba muchas variantes y el intento de volver a obtener préstamos del mercado financiero para relanzar la actividad económica quedó abortado por la decisión del juez de Nueva York, Thomas Griesa, de hacer lugar a la millonaria demanda de los fondos buitres. El préstamo puente que otorgó China alivió una situación que parecía encaminada a la debacle y la conducción económica se concentró en procurar que el último año de mandato presidencial transcurriera de modo relativamente calmo, sin afectar los elevados niveles de popularidad de la mandataria. No entregar un país en llamas, como sucedió en 1989 y en 2001, fue una decisión clave que logró cumplir la gestión de Cristina Kirchner.

Pero la mayor complicación provino de la incapacidad para resolver la sucesión presidencial con una candidatura que expresara cabalmente el proyecto político gobernante. Esto llevó al oficialismo a la tardía, forzada y poco entusiasta aceptación de Daniel Scioli como continuidad provisoria y prácticamente asegurada, pero con la mira puesta en reacomodar los tantos internos una vez asumida la nueva administración. El cálculo de acotar al candidato desde la propia campaña para condicionar su accionar futuro, y de abroquelarse en el territorio bonaerense con una figura resistida pero leal y confiable para la continuidad de la estructura kirchnerista, devino en un desgaste irremontable que pavimentó la derrota. Lejos de proyectar su visión particular como interés general, incorporando demandas y aspiraciones que fueran más allá de las propias y con portavoces creíbles para la sociedad, el oficialismo se encerró sobre sí mismo y apostó a la potencialidad del liderazgo excluyente de Cristina Kirchner. La imprevista victoria de María Eugenia Vidal en la Provincia de Buenos Aires frente al polémico Aníbal Fernández sacudió profundamente el tablero político y puso en evidencia los límites reales que enfrentaba el esquema gobernante. El esfuerzo ingente de una militancia inorgánica y espontánea, que decidió enfrentar la opción macrista con creatividad y convicción, impidió que la victoria del candidato conservador fuera más contundente. Finalmente, las elecciones se definieron por solo 600.000 votos a favor de líder del conservadorismo remozado frente a Scioli. Si a esa diferencia se le restan los votos en blanco y los anulados, Macri vence por solo 60.000 votos y el país queda partido en mitades bastante equivalentes y en una tensión de incierta evolución y desenlace.

Atendido por sus gerentes

Qué harán efectivamente Macri y el PRO al comando del gobierno nacional, de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires y con el fuerte respaldo de Córdoba y la rica región central es la gran incógnita que se irá dilucidando con el correr de los días. En el escenario que se abre pesan fuerte la voluntad, las preferencias y los soportes políticos y sociales del nuevo mandatario para encarar una hoja de ruta que consolide –o dilapide- su actual y ajustada supremacía, pero también tendrá relevancia la capacidad de resistencia y articulación que ofrezcan los sectores con los que tendrá que confrontar para desplegar sus políticas. Porque pese a su discurso difuso de cooperación y buena onda con el que cautivó a sus electores bajo la promesas de “cambio”, las decisiones que tome generarán beneficiarios y afectados que seguramente no aceptarán su suerte de modo pasivo, lo que significa que tendrá que vérselas con una conflictividad más apremiante y tangible que la mera cuestión de modales y talantes republicanos.

Como empresario próspero, Macri adscribe a los valores del mercado libre y la iniciativa privada y no se ha cansado de decir que es preciso restaurar la confianza del polo del capital para atraer las inversiones que el país necesita para crecer. La elección de su gabinete, con un peso central de figuras provenientes de multinacionales y de universidades privadas, expresa con claridad sus orientaciones y preferencias. El marginamiento de la UCR en los puestos clave muestra, además, que el macrismo no apuesta a ser un gobierno de coalición -lo que implicaría negociaciones y concesiones-, sino la firme expresión de su núcleo ideológico, político y social más genuino, con cierta capacidad de interacción con el resto de las fuerzas que decidieron encolumnarse tras de él para vencer al adversario kirchnerista. La conformación de elencos gubernamentales homogéneos en su procedencia social y política, con perfiles gerenciales y formados en universidades privadas, proyectan la imagen de que por fin el país será atendido directamente por sus propios dueños, sin molestas mediaciones. Esto no significa, sin embargo, que se esté planteando una vuelta sin más a los años noventa, como la exhumación de ciertas figuras emblemáticas parecería indicar.

En primer lugar, porque después de la década explícitamente neoliberal de los 90, se abrió en América Latina una etapa de impugnación al Consenso de Washington que trajo un saldo de crecimiento económico y conquistas sociales que cambiaron las bases de sustentación para los proyectos políticos con pretensión hegemónica. Mientras las políticas pro-mercado y anti-populares se erigieron en los 90 sobre la tierra arrasada de la derrota del campo popular infligida por la dictadura a sangre y fuego, el proceso que surge tras la crisis del 2001 es hijo de las luchas populares de resistencia. Ese ciclo de auge de movilización y participación activa tuvo su declive y reabsorción por mediaciones institucionales, pero logró materializarse en conquistas sociales que constituyen un piso fundamental, tanto en términos materiales como simbólicos, muy distinto al momento de derrota defensiva noventista. Además, los sectores populares acumularon experiencia y formatos organizativos en los que apoyarse para activar la resistencia ante medidas regresivas que se intentaran en su contra, lo que conforma un escenario bastante diferente al inaugurado con la hiperinflación de finales de los 80. Claramente, la llegada de Macri al gobierno no es fruto de una derrota inapelable del campo popular y allí reside una diferencia fundamental con relación al ciclo menemista.

En segundo lugar, en los 90 existía un recetario neoliberal uniforme que bajaba “llave en mano” desde los organismos financieros internacionales, que otorgaba homogeneidad, apoyo y coherencia lógica para implementar medidas de ajuste estructural y apertura económica previamente diseñadas y bendecidas por el saber técnico hegemónico. Las clases propietarias confiaban en ese molde, aún cuando en la práctica no resultara provechoso, incluso, para los intereses inmediatos y mediatos de varias de sus fracciones. Disciplinar a las clases subalternas era su punto de unidad y tras este objetivo posponían sus conflictos internos. Hoy el Consenso de Washington ha quedado devaluado y en un mundo en crisis y mutación de hegemonías, flagelado por una guerra con el islamismo radicalizado de contornos difusos y cambiantes, no está disponible un formulario articulado de medidas incuestionables que otorguen una brújula definida para navegar en las inciertas aguas de la acumulación del capital a escala nacional. Aunque los determinantes estructurales del ciclo neoliberal no fueron removidos durante estos años “impugnadores”, la hoja de ruta actual no es tan clara y presenta matices para la disputa intra-burguesa. Hoy la palabra mágica parece ser “desarrollismo”, como otrora lo fue el ajuste estructural, pero basado en la idea de crecer por el lado de la inversión y la oferta, incentivando la innovación y las exportaciones y relegando el consumo interno como motor privilegiado del crecimiento. Esto supone fuertes contradicciones con los sectores capitalistas ligados a la actividad interna y, necesariamente, con las clases populares. Porque aunque todavía se planteen eufemismos para eludir definiciones que hubieran restado votos y apoyos, en la visión triunfante el significado de crecimiento vía inversión es equivalente a reducción del poder adquisitivo de los asalariados. Para beneficiar estos intereses, por primera vez la derecha pro-patronal y pro-mercado gestó un liderazgo propio y genuino -aunque camuflado electoralmente con el slogan optimista de que podemos “ganar todos”- y accede con sus cuadros a la conducción directa del Estado. Más temprano que tarde tendrá que enfrentarse a las dificultades bien concretas de manejar agencias públicas que son muy distintas a las empresas privadas que frecuentan sus técnicos y a una realidad en la que el choque de intereses hará inevitable el conflicto, la disputa y las luchas. La armonía dialoguista se pondrá a prueba ante la primera decisión que afecte derechos y expectativas populares, y muy especialmente ante las protestas capaces de activar los reflejos represivos que anidan en los entramados derechistas.

Una de las áreas decisivas donde se verán cambios importantes es la política exterior, que plantean inmensos desafíos para la integración latinoamericana. El triunfo de Macri hizo punta en el ciclo de desestabilización de los gobiernos de matriz popular en América Latina y en el realineamiento con la política estadounidense que se avizora para la región. Una de las pocas precisiones que dio el candidato en el debate con su contrincante Scioli fue que se proponía pedir la cláusula democrática para excluir a Venezuela del Mercosur, en solidaridad con el apresamiento del líder opositor Leopoldo López. Más allá de la inviabilidad de esta norma que solo puede activarse ante interrupciones del orden democrático, Macri quiso dar una señal clara del alineamiento que promoverá para la región. La franca derrota del chavismo en las elecciones legislativas del 6 de diciembre a manos de la coalición opositora y la apertura del enjuiciamiento político a la mandataria brasileña Dilma Rousseff, configuran un contexto sombrío en cuanto a las posibilidades de integración regional con sentido progresivo y autónomo de la potencia del norte. La presidencia de Macri tomará un giro contrario al de la etapa que culmina y es previsible que se desactiven o languidezcan los acuerdos regionales que supongan vías de distanciamiento de la supremacía estadounidense en la región. Las dinámicas de la CELAC, la UNASUR y el propio MERCOSUR seguramente cambiarán de modo sustantivo y cederán espacio a los acuerdos bilaterarles con las potencias centrales, retomándose las viejas estrategias competitivas entre las burguesías interiores de cada estado nacional por obtener los favores de EEUU y Europa. La propuesta de integración a la Alianza del Pacífico, las negociaciones con la Unión Europea, más la ofensiva del capital para la suscripción del tratado de libre comercio transpacífico (TPP por sus siglas en inglés) y del acuerdo sobre comercio de servicios (TISA), que otorgan un peso inusitado a las corporaciones mundiales por sobre los estados nacionales, ocuparán un peso relevante en la nueva gestión y enfrentarlas demandará la articulación de amplios procesos de lucha.

Jugar bajo el alineamiento de Estados Unidos, siguiendo con dócil entusiasmo sus dictados económicos y geopolíticos, está en la matriz de los proyectos de las derechas sociales y políticas latinoamericanas, que están más cómodas y seguras en su papel virreinal que frente a senderos de mayor autonomía. Por eso la apelación a la “desideologización” y el pragmatismo en las relaciones internacionales del flamante gobierno argentino prefigura la sumisión al diseño de la casa matriz del norte, con el riesgo de que se da en un tiempo convulsionado de guerra mundial, que podría arrastrarnos a la subordinación a estrategias bélicas injustas y ruinosas para nuestro país y la región.

En suma, lo que pueda concretar de su proyecto el nuevo gobierno de derecha, que asume con poco más del 50% de apoyo electoral, dependerá en gran medida de la capacidad de articulación popular para defender conquistas y evitar que le carguen al pueblo los costos de una reconfiguración social regresiva.

*Directora del Instituto de Estudios para América Latina y el Caribe (IEALC) de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

Carta Maior, Brasil.

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