Columnistas
Arribismo internacional
Por Sandra Borda
Los Estados se comportan en el sistema internacional de forma parecida a como lo hacen los individuos en sus respectivas sociedades: padecen de emociones y ansiedades similares. El momento por el que atraviesa Colombia ejemplifica con elocuencia cómo nuestras preocupaciones sociales tienen una traducción en lo internacional que se evidencia en la forma cómo percibimos el mundo y cómo nos percibimos nosotros mismos en él.
Por Sandra Borda
Los Estados se comportan en el sistema internacional de forma parecida a como lo hacen los individuos en sus respectivas sociedades: padecen de emociones y ansiedades similares. El momento por el que atraviesa Colombia ejemplifica con elocuencia cómo nuestras preocupaciones sociales tienen una traducción en lo internacional que se evidencia en la forma cómo percibimos el mundo y cómo nos percibimos nosotros mismos en él.
Les doy un ejemplo. Nuestra cultura, desde mi punto de vista, es una cultura obsesionada con el escalamiento social y contamos con muchas y muy diversas formas de demostrar públicamente que hemos logrado “subir de estrato”: el ingreso a los clubes, a los colegios caros, el consumo permanente y también visible de marcas costosas y, en general, la necesidad insaciable de “mostrar la plata” es un indicio claro de que nos importa, y mucho, dejar al menos la impresión de que pertenecemos a un círculo social determinado.
Comparen esto con el empeño presidencial por lograr nuestro ingreso a la OCDE. Se le denomina, no en vano, el “club de las buenas prácticas” y el presidente ha clasificado a esta organización como parte de las “grandes ligas” del escenario internacional. Estoy convencida de que más allá de los beneficios tangibles que pueda tener nuestro ingreso a esta organización, también nos importa pertenecer a esas “grandes ligas”, encajar, ser reconocidos como parte de ese exclusivo club. Por eso también iniciamos esta firma compulsiva de TLC: queremos demostrar que ahora somos socios con los que se puede hacer negocios, gente decente, gente confiable.
La búsqueda de membresía a estos clubes es una muestra evidente de que se adelanta un proceso tortuoso de ascenso social. Subir en la escala socioeconómica tiene sus réditos, pero el camino está lleno de angustias e inseguridades. Quien se encuentra en este proceso tiene que hacer un esfuerzo extra para demostrar que puede y debe ser aceptado en el nuevo grupo, y tiene que enviar señales constantes de que ya no es quien solía ser, que está listo para ser reconocido como alguien “mejor”.
Colombia se encuentra en esta dinámica desde hace un buen rato. A diferencia de lo que ocurría en los ochenta, ahora sí practicamos una indignación vocal cuando se nos califica de narcotraficantes o bandidos por fuera. Recuerden el escándalo por el fotomontaje durante el Mundial de Fútbol en el que jugadores colombianos aspiraban rastros de “cal blanca” sobre el terreno, o el reclamo por las declaraciones de una diputada panameña más recientemente. Antes callábamos. Hoy mandamos notas de protesta a diestra y siniestra (también insultamos y amenazamos con crudeza en las redes sociales, pero esos son vestigios del pasado, ya no somos así).
Y no solo eso, parte de la reivindicación que perseguimos es el derecho que creemos tener a entrar a cualquier país sin visa. “Gente como uno”, diríamos, no puede ser investigada y tratada como criminal cuando intenta viajar por el mundo. ¿Acaso es que en los puestos de inmigración internacional “no saben quién soy yo”? ¡Ni más faltaba!
Y como el deporte nacional de trepar socialmente también requiere que uno se venda a sí mismo el cuento de que es mejor que los otros (para al final terminar convenciéndose de que es cierto, así los otros no lo reconozcan), para cumplir con este objetivo hemos venido desarrollando un complejo de superioridad frente a países vecinos y por mucho tiempo similares. Entonces ahora tenemos la idea de que Venezuela está sumida en el atraso y el subdesarrollo (nosotros, nos decimos a nosotros mismos, cada vez estamos más cerca de estar en las “grandes ligas”) y que la Nicaragua de Ortega es una república bananera (aquí tenemos muy superado el problema del nepotismo en la política). Si se pudiera, estaríamos empacando para mudarnos de barrio; el vecindario nos empezó a parecer de quinta.
Lo poquito que desencaja en esta nueva versión de nosotros mismos que estamos tratando de construir (la pobreza, el hacinamiento en las cárceles, la represión ante la protesta social, el dominio político por parte de las mismas familias de siempre, etcétera) hay que esconderlo. Y si no se puede, hay que negarlo. Y si no se puede negar porque es muy visible, hay que asegurar que nunca ha sido tan grave como en el caso de los otros: “¿Violencia relacionada con el narcotráfico?”. “Sí, bueno, ¡pero nunca como en México o en Centroamérica!”.
Pero no hay de qué sorprenderse: en un país en donde trepar socialmente es más meritorio que trabajar honradamente y desatacarse por un talento real, íbamos a terminar –tarde o temprano– con una versión de nosotros mismos en el escenario internacional así, superficial, arribista, insegura.
@sandraborda
Revista Arcadia, Bogotá.