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Cuando el slogan publicitario se impone a la voluntad política

Por Nora Merlin  

La política democrática parte del supuesto de igualdad como principio y condición. El mercado a través de los medios de comunicación instala opinión pública y diseña un sistema de identificaciones y de uniformidad propia de la psicología de las masas. Cuando los ricos y los pobres se expresan a través de la consigna “quiero un cambio”, y votan lo mismo, lo político se debilita y triunfa el marketing publicitario.

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Por Nora Merlin  

La política democrática parte del supuesto de igualdad como principio y condición. El mercado a través de los medios de comunicación instala opinión pública y diseña un sistema de identificaciones y de uniformidad propia de la psicología de las masas. Cuando los ricos y los pobres se expresan a través de la consigna “quiero un cambio”, y votan lo mismo, lo político se debilita y triunfa el marketing publicitario.

El consumo y la publicidad, presentes en todos los aspectos de la vida social, pasaron a ser las tropas dominantes en el capitalismo actual: ambos operan de manera entramada en la colonización de la subjetividad. La publicidad está dotada de un poder que hechiza, somete, determina identificaciones, valores y elecciones. El acento puesto en el consumo aparenta ampliar las libertades individuales pero, si hacemos un análisis riguroso, advertimos que es condicionado por la publicidad y el marketing. Esta disciplina se dedica al análisis del mercado, relacionando actitudes y comportamientos de  los consumidores con el objeto de optimizar las ventas.
 
La rápida expansión de los medios de comunicación sembró el terreno para la infiltración del marketing en casi todos los aspectos de la cultura. Las mismas técnicas de venta que se mostraron exitosas en el terreno comercial, comenzaron a aplicarse en la actividad política, para construir  consenso, convencer, conseguir votantes, imponer valores, hábitos, etc. El resultado de esta implementación consistió en la generación de un cambio cultural, centrado en dos aspectos: por una parte la devaluación de la política a favor de la gestión, fundada en la idea de consenso, que expresa de un modo encubierto el ideal de la  desaparición de la política. Por la otra una nueva derecha sustentada en una imagen reformateada,

El marketing político nació en Estados Unidos a mediados del siglo XX. Es una disciplina que combina el trabajo de politólogos, comunicadores sociales, expertos en opinión pública y semiótica. Su objetivo principal consiste en diseñar estrategias a través de técnicas de investigación, planificación, gestión y comunicación (sondeos de opinión, spots televisivos, campañas de imagen, telemarketing, etc.). El diseño de la imagen y la comunicación a través de los medios masivos, constituyen sus principales soportes. La propuesta política que resulta de ese diseño se resume en un “mensaje”, que busca llegar a la mayoría de los votantes y que debe condensarse al máximo, por ejemplo “Cambiemos”. Esta logística requiere de muchos recursos, los que son obtenidos mediante acuerdos con grandes grupos económicos.
 
En América Latina y particularmente en Argentina el marketing político es un fenómeno relativamente reciente. En 1983 la política nacional había incorporado, en pequeña escala, las técnicas de publicidad moderna, mientras que las herramientas de marketing eran prácticamente inexistentes. El exponencial crecimiento y concentración de los medios de comunicación fue decisivo para que se produzca una operación determinante del cambio de paradigma cultural: el marketing y la gestión buscan sustituir a la política.
 
A través del marketing es factible posicionar una marca, un producto, una idea o un candidato. Se trata de un funcionamiento que opera sobre la subjetividad, la manipula  y condiciona a través de la sugestión y la obediencia inconsciente. Los procesos cognitivos, la argumentación racional son insuficientes para evitar la captura, fascinación y las  identificaciones que producen los medios de comunicación de masas. El marketing, inventado para satisfacer necesidades del mercado, emplea técnicas de venta por medio de la publicidad con el objetivo de instalar, manipular demandas y opinión pública. Algunos estudios constatan que en la posmodernidad el sujeto establece con los medios de comunicación una relación de poder, saber y sometimiento.
 
A partir de Freud y Lacan sabemos que las demandas no son necesidades naturales, básicas o biológicas, sino que son construcciones discursivas. La mercadotecnia, a través de su aparato, impone demandas que luego aparecen como una elección libre del ciudadano. El “mandato” que subyace implica una relación entre dos términos: alguien ordena y otro se somete, obedece inconscientemente. ¿Cuál es el mecanismo psíquico que da cuenta de estos procesos que Freud comparó con la hipnosis? Hay una relación definida como libidinal con los objetos, que determina un lazo emocional con ellos. Estos objetos libidinizados están investidos de poder, saber, comandan identificaciones, producen obediencia y sometimiento.
 
La política democrática, en contraposición al dispositivo de instalación de demandas propio del marketing, parte del supuesto de igualdad como principio y condición, y no lo concibe como un punto de llegada o efecto de identificación en el sentido de uniformidad. En democracia, las demandas no se producen por manipulación de la subjetividad, sino que surgen cuando alguien se considera desfavorecido en la asignación determinada por un orden instituido. Ellas constituyen el rasgo principal de la política, que se puede definir como derecho a reclamar, o “derecho a tener derechos”, como afirmaba Hanna Arendt. Se trata de una acción instituyente en la que se opera la inscripción simbólica de una falta, que se articula como un pedido a las instituciones. Esto implica el corrimiento de cierto orden establecido, dentro de los límites que plantea la política. En el mismo acto de demandar se va construyendo un sujeto popular imprevisible, por lo que surge como algo nuevo, como una invención. Por el contrario, las demandas instaladas por el marketing implican una producción calculada de subjetividad, cuyo resultado inevitable es un sujeto devenido objeto y una masa uniformada. Se trata de un dispositivo planificado de sugestión y manipulación montado a partir de técnicas de venta. El objetivo buscado es que el ciudadano “compre” el mensaje construido por los expertos en marketing político. Este procedimiento pone de manifiesto la omnipotencia del mercado y la respuesta de impotencia del sujeto y del Estado. A veces el mercado se disfraza de política, lo que lleva a que el accionar de los ciudadanos quede indiferenciado entre la libertad de elección o la sugestión determinada por las técnicas de venta. En este caso se adquiere una  marca, una identificación y una pertenencia imaginaria en determinado universo significativo, sin advertir que tras ello hay un proyecto político. Las categorías de verdad, libertad, autonomía del sujeto para elegir y la racionalidad para evaluar, quedan debilitadas. 
 
En la actualidad el mercado va extendiéndose a múltiples expresiones de la cultura. Conquistando casi todo, se apropia también de los Estados, se disfraza de ley y en lugar de regular el consumo, lo exige: “consume todo”.

La bestia capitalista engorda su poder a costa de la subjetividad. El Leviatan, aquel monstruo marino que representaba al Estado en la modernidad, hoy quedó derrotado frente a un mercado triunfante e ilimitado que barre con casi todo. Los Estados se presentan inoperantes para regular el mercado, el consumo, el goce y su distribución, el crecimiento de la industria de las armas, el narcotráfico y el terrorismo.
 
El mercado a través de los medios de comunicación instala opinión pública y  busca lograr un consenso apolítico, que no es otra cosa que un sistema de identificaciones y de uniformidad propia de la psicología de las masas, un orden homogéneo que va en contra de la política.
 
La democracia, el gobierno del pueblo fundamentado en una voluntad popular, no consiste solo en la igualdad de los individuos ante la ley, ni tampoco en la mera suma de las diferencias. La comunidad no se define por el sentido común ni por el espacio del consenso de una masa de autómatas, “regulada” por el consumo como única ley del mercado. Lo común no está establecido en una norma ni garantizado, por el contrario requiere ser demostrado. En la democracia la comunidad de iguales se verifica a través de la política, esto es el conflicto, la polémica, los antagonismos.
 
Cuando los ricos y los pobres dicen lo mismo, por ejemplo “quiero un cambio”, y votan lo mismo, la igualdad y la  libertad son ilusorias, lo político se debilita, triunfa el marketing y se escoge por la imagen publicitaria mejor diseñada.
 
La Tecla Eñe, Buenos Aires.

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