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De la Cumbre en Panamá

Por Omar Ospina García*  

Las Cumbres de las Américas, al igual que las Asambleas Generales de la OEA, no deberían ser un campo de Marte en donde midan fuerzas el Imperio y sus aliados y socios frente a los países del resto del Continente, sino un foro de discusión de los desafíos que los dos Continentes enfrentan para el futuro. Y en eso tiene razón el presidente del Ecuador, Rafael Correa: somos DOS CONTINENTES: el del Norte y el del Sur, con el Istmo centroamericano como puente con México.

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Por Omar Ospina García*  

Las Cumbres de las Américas, al igual que las Asambleas Generales de la OEA, no deberían ser un campo de Marte en donde midan fuerzas el Imperio y sus aliados y socios frente a los países del resto del Continente, sino un foro de discusión de los desafíos que los dos Continentes enfrentan para el futuro. Y en eso tiene razón el presidente del Ecuador, Rafael Correa: somos DOS CONTINENTES: el del Norte y el del Sur, con el Istmo centroamericano como puente con México.

Desafíos que no tendrían por qué considerar ningún intento de dominación de la nación más poderosa sobre las más débiles, sino el acercamiento y trabajo conjunto de todas para enfrentar un futuro lleno de posibilidades pero también plagado de peligros económicos y riesgos ambientales

Peligros económicos y riesgos ambientales que no desaparecerán ni disminuirán por el hecho de que nos abramos a nuevas inversiones del otro lado del Pacífico o del oriente  europeo. Porque el sistema depredador de recursos naturales –el Capitalismo Salvaje y su secuela el Neoliberalismo– es el mismo hoy en un mundo globalizado, sea cual sea la potencia que lo lidere o el grupo de países que necesiten nuestras materias primas, y cualquiera sea la ideología con que se administren.

En un terreno práctico, lógico y racional, ¿con quién podríamos negociar y compartir mejor el futuro que con el Gran País vecino de nuestras fronteras? Por desgracia, han sido los EE.UU., con su soberbia imperialista, su prepotencia y su codicia de nuestros recursos naturales a precio de huevo, los que han puesto las cosas en ese terreno de confrontación, negativa para nosotros tanto como para ellos, como se evidencia en el alejamiento nuestro –y el de gran parte del resto del mundo– de sus políticas hemisféricas y planetarias, y el acercamiento de un importante segmento de América Latina a China, India y Rusia, amén de países europeos postergados como la Grecia de Tsipras.

En Panamá se ha visto más patente que nunca esa separación, ese alejamiento. Y aludiendo al terreno en donde la Casa Blanca ha puesto históricamente sus relaciones con nuestros países, alfombra para sus imposiciones o ring de boxeo para medir fuerzas –hoy, ayer, imposible–, los grandes ganadores de esta Cumbre han sido, sin duda: Cuba, con su reingreso a la OEA exigido por los demás países y aceptado a regañadientes por el Norte; Venezuela, que logró detener al menos en la forma verbal del Presidente Obama su agresiva –casi ridícula, en palabras de Cristina Fernández– declaración de “Amenaza a la Seguridad Nacional de los EEUU”;  y Ecuador, Argentina, Bolivia, Uruguay y Nicaragua por su posición firme, valiente, digna y soberana, aunque molesten los términos a los “higiénicos” que ven con malos ojos el Cambio de Época.

No juzgo a los otros países y mandatarios asistentes. Pero al menos Brasil y Chile tuvieron una presencia digna sin mayor suceso y sin rebajarse a ser alfombra como en los viejos tiempos. Panamá, contra mis previsiones, cumplió un papel de anfitrión respetuoso y correcto, sin servirle de burropié al Imperio.
Por contraste, el Gran Perdedor fue, también sin duda, EE.UU., cuyo Presidente tuvo la cautelosa y casi cobarde decencia de retirarse del Pleno de la Cumbre, antes del discurso de Nicolás Maduro y Cristina Fernández, que sus asesores previeron más duros que los anteriores, pretextando su complicada Agenda.

El camino para América Latina está abierto hacia el futuro, con los tropiezos que son de rigor cuando se exploran nuevos caminos y se abren escenarios distintos a los tradicionales, en busca de políticas más justas y equitativas con los postergados de siempre, que han sido históricamente nuestros pueblos. No hay que olvidar la frase de Einstein quien decía, palabras más palabras menos, que no se puede cambiar la realidad haciendo lo mismo que se ha hecho antes. Y, por cierto, teniendo en cuenta, para tratar de superarlo con miras a ese futuro, el canibalismo tradicional de nuestras izquierdas –tantas que se estorban unas a otras– a la hora de luchar por la conquista de un poder que les ha sido esquivo justamente por su absurda atomización de tendencias y egoístas ambiciones caudillistas y personales.

Ojalá el pueblo de mi país de nacimiento, Colombia, así como los pueblos de Paraguay, Perú y el doliente y doloroso México, se den cuenta del destino que tienen en sus manos y fortalezcan lo que se viene construyendo, al menos sin estorbar y sin poner palos en la rueda. Para eso, por supuesto, tienen esos ciudadanos que elegir otros conductores, personas distintas en pensamiento y acción, a los representantes de la eterna y podrida clase dirigente tradicional.

*Periodista colombiano residente en Ecuador.

Quito.

 

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