Conecta con nosotros

Columnistas

El día de la ciudadanía

Por: William Ospina

El papel de los ciudadanos frente al proceso de paz fue importante en 2016, pero un escritor que ha estudiado el tema a fondo reclama más compromiso de cada uno y de todos.

“Yo diría sí a este acuerdo precario e insuficiente siquiera para que por fin podamos hablar de otra cosa”.

Publicado

en

Por: William Ospina

El papel de los ciudadanos frente al proceso de paz fue importante en 2016, pero un escritor que ha estudiado el tema a fondo reclama más compromiso de cada uno y de todos.

“Yo diría sí a este acuerdo precario e insuficiente siquiera para que por fin podamos hablar de otra cosa”.

Alguna vez, en tiempos del Caguán, le preguntaron al Mono Jojoy si la guerrilla pensaba entregar las armas y él respondió: “¿Usted cree que estarían hablando con nosotros si no estuviéramos armados?”. Esa frase revela una de las claves de la manera de gobernar de nuestra dirigencia.

Siempre he sido partidario de los acuerdos que conduzcan a la desmovilización de los insurgentes, al fin negociado de los conflictos, pero no dejo de preguntarme por qué cada cierto tiempo se hace aquí una negociación con los que se alzan en armas, pero nunca se escucha la voz de la ciudadanía pacífica que reclama cambios históricos desde hace mucho tiempo.

Dicen que hoy los guerrilleros pueden llegar a ser 20.000: eso es apenas una tercera parte de los ciudadanos que acuden a la Plaza de Bolívar a exigir, por ejemplo, la implementación inmediata de los acuerdos.

En el proceso de negociación que acabamos de vivir, el Gobierno siempre dijo, con razón, que no estaba dispuesto a negociar el modelo económico y social del país porque esas reformas no pueden ser el tema de una negociación con la guerrilla. Colombia lleva décadas aplazando las grandes reformas que necesita, y está claro que no puede ser con la guerrilla con quien se acuerden esos cambios, pero sí tiene que ser con la ciudadanía pacífica que paga sus impuestos, respeta la ley y exige un verdadero proyecto de modernidad.

Cada vez que se discute sobre el tema de la paz el Gobierno repite que la firma de los acuerdos no es todavía la paz, sino una de las condiciones previas para que echemos a andar la construcción de la paz, que será un ejercicio de toda la ciudadanía. Ahora bien, ¿debe limitarse la ciudadanía a los temas que el Gobierno ha acordado con la guerrilla, o tiene derecho a formular sus propias expectativas?

En una democracia la ciudadanía tendría que tener todos los derechos, pero a menudo siento que nos sirven en el plato una ración de democracia tan estrecha que lo único sobre lo que se puede opinar es sobre lo que los gobiernos acuerdan con esos interlocutores sucesivos, afirmados en la fuerza de las armas, paradójicamente legitimados por su ilegalidad.

Desde el plebiscito del 2 de octubre, las facciosas dirigencias colombianas han retomado su costumbre de sentirse las únicas voceras de la nación, aunque sólo el 20 % de los ciudadanos apoyó el Sí, sólo otro 20 % apoyó el No y un 60 % les dio la espalda a los acuerdos. Los políticos se defienden diciendo que esa abstención tan alta es una tradición nacional y no un rechazo al sistema. Pero la verdad es que un apoyo entusiasta no es.

Si hasta en Estados Unidos, donde la democracia es un poco más visible y operante, la gente se ha expresado contra la política tradicional, podemos presumir que aquí, donde todo el mundo está insatisfecho del país que tenemos, esa negativa a participar por lo menos indica indiferencia o desconfianza. Sería más entendible en una elección presidencial, pero no en un asunto tan vital, concreto y sensible como la paz.

Habría que decirlo en términos más enfáticos: una paz a la que sólo apoya el 20 % del electorado y a la que el 80 % le da la espalda no sólo es poco prometedora, sino que ni siquiera es auspiciosa para sus propios protagonistas, y de entrada no parece tener garantías reales de aplicabilidad.

Yo creo que este acuerdo no garantiza la paz que promete, pero estoy seguro de que algunos políticos, o quizá todos, quieren convertirlo en el tema del próximo debate electoral. Y me parece un error que este acuerdo se convierta en el tema central del debate electoral, porque la agenda nacional es mucho más amplia, y porque, si se me permite decirlo, los principales temas de la agenda nacional no están incluidos en el acuerdo. ¿Tendríamos que renunciar los ciudadanos a nuestro derecho a exigir otro país, otra agenda nacional, sólo porque no fue el tema que se discutió con la guerrilla? Ese es un asunto sobre el que me parece urgente reflexionar.

A mi modo de ver, tres grandes fallas estructurales tuvo este proceso de negociación, incluso si obtuviera esta semana el apoyo de todos lo que rechazaron los acuerdos en el plebiscito:

1. Ser un proceso diseñado a espaldas de la gente, por supuestos expertos que lo único que intentan es mantener intacto su protagonismo, lejos de la vereda y del barrio. Hasta Pepe Mujica señaló lo que muchos hemos dicho: que la ciudadanía miró ese proceso como desde un balcón. Y hay que añadir que la falta de voluntad del Gobierno para convocar a la ciudadanía a formar parte del proceso, a ser quien recibiera a los desmovilizados en la legalidad y garantizara su seguridad, sólo puede entenderse por la desconfianza de la dirigencia en la gente, por el temor de que el proceso de paz se convierta en un despertar de la iniciativa ciudadana, pero es también la causa de que el acuerdo haya sido respaldado de manera tan tibia.

2. El segundo defecto es ser un proceso que pone el énfasis en el pasado y no en el futuro, por eso se extenúan en la búsqueda de culpables y se pierden en inútiles e inalumbrables laberintos jurídicos. Después de tantos años de guerra, en la que se cometieron por parte de todos los bandos todos los crímenes, las soluciones tienen que ser políticas y no jurídicas. Es absurdo que quieran pasar de sesenta años de guerras en los campos a sesenta años de tribunales y de acusaciones recíprocas, sin acceder jamás al día siguiente de la guerra, al día de la reconciliación.

3. El tercer problema es ser un proceso que no asume la modificación de las causas profundas de la guerra ni de las condiciones que la hicieron posible durante medio siglo. Una propuesta de paz sin verdadero componente social parece diseñada más bien para impedir los grandes cambios históricos que requiere la ciudadanía.

Son varios los temas centrales que no se tocaron en los acuerdos de La Habana. El primero es la juventud. ¿Cómo se puede hacer la paz sin una política de juventudes, sin una política de ingreso social, de empleo, de acceso a la educación, de ejercicios de acompañamiento de los jóvenes a la comunidad y de liderazgo cultural, cuando todos sabemos que en Colombia la juventud es la guerra, y una de las razones de la violencia es que muchos jóvenes no encuentran otro proyecto de vida que el que les brindan el ejército nacional, las guerrillas, los paramilitares, las bandas criminales, el narcotráfico, el microtráfico y las mil variedades de la delincuencia común?

El segundo es el tema urbano. ¿Cómo se puede hacer la paz sin un proyecto urbano verdaderamente renovador en términos económicos y sociales? El tema urbano, por supuesto, escapa a las consideraciones de un conflicto que se postula como fundamentalmente agrario y rural. Pero una paz que no se pregunte por el presente y el porvenir de nuestras ciudades no puede prometernos una sociedad mejor.

El tercero es el tema cultural. ¿Quién puede negar que la cultura es central para superar nuestra crisis de convivencia? Sin embargo, ni al Gobierno ni a la guerrilla, ni a la clase política, parece preocuparles el tema de la convivencia, no entienden que ese sea fundamentalmente un tema cultural: de diálogo, de memoria histórica, de solidaridad, de reencuentros, de ejercicios colectivos, de creatividad, de imaginación, de símbolos, de relatos del país que hemos vivido todos y del país que tenemos que proponernos juntos.

¿Y de veras creen que el problema del narcotráfico puede resolverse dentro del esquema de la fracasada política contra las drogas, de la fumigación de cultivos o su erradicación manual, de la guerra convencional contra el narcotráfico y de la criminalización del consumo? ¿Hasta cuándo nos van a hacer creer que sin enfrentar de otro modo el problema de la droga, que una política imperial equivocada ha hecho crecer en los últimos cuarenta años, y que nos ha costado ya tanta sangre en vano, será posible superar en Colombia el problema de la violencia?

Con todo, el tema más importante y más urgente, y que compromete a todos los otros, es el tema ambiental. Porque el cambio climático se ha convertido en el tema prioritario y desesperadamente urgente de la agenda global: la sustitución de fuentes de energía, la incorporación inaplazable de las energías limpias al modelo energético, la reforestación, la protección de los páramos, la salvación de las cuencas, la recuperación de los ríos, la defensa del agua.

A eso se añade el tema de la salud pública vinculada a una estrategia de alimentos, de higiene y de educación, el tema de una nueva relación con la naturaleza, y el tema de la educación enfrentada al desafío de no formar solamente operarios y técnicos sino ciudadanos conscientes de su país y de su época, y seres humanos responsables enfrentados a la crisis de la civilización.

El acuerdo es una de las condiciones de la paz, pero la paz es algo mucho más amplio e igualmente urgente. Y no creo que limitarse al acuerdo sea el camino para llegar a la paz amplia y generosa que el país requiere. Tal vez los otros temas no haya que discutirlos con la guerrilla en la mesa de negociación, pero sí hay que discutirlos con la ciudadanía.

Siempre nos dicen: de eso hablamos más tarde, por ahora, lo urgente. Pues no. Durante cincuenta años no se podía hablar de las grandes reformas que el país necesitaba porque había una guerra, estábamos siempre en emergencia, lo urgente era otra cosa. Ahora no se puede hablar de las grandes reformas que el país necesita, porque lo urgente es terminar la guerra. Pero también nos dicen que ni siquiera estamos terminando el conflicto, sino uno de los factores del conflicto. De modo que esa gradualidad que nos plantean no es más que una coartada. Equivale a decir: por ahora hablamos con el que nos amenaza, ya llegará el tiempo para hablar con el ciudadano. Pero como nunca se resuelven los problemas de fondo, siempre surgen y surgen nuevos factores de perturbación y de amenaza, y el día de la ciudadanía no llega nunca.

Entonces es esto lo que quería decir: que la ciudadanía no puede esperar a que llegue su día, porque el día de una ciudadanía pasiva, que simplemente espera, no llega nunca. Que firmen el acuerdo con la guerrilla y que lo implementen enseguida si pueden, que el Gobierno responda por su cumplimiento y por sus beneficios, con las herramientas que ha puesto en sus manos la Constitución, que firmen acuerdos con todos los actores armados, que se desmovilicen y se reintegren a la legalidad, ahora que saben que la guerra es inútil y nadie va a ganarla. Esa es una tarea que debe cumplir el Gobierno, ojalá con la participación de los ciudadanos. Pero que el debate sobre las grandes reformas que el país requiere, el debate sobre los cambios estructurales que nos pongan de verdad en el siglo XXI y en la modernidad, no se convierta en el último punto de la agenda pública.

Es urgente debatir sobre una economía que ha sido revertida al extractivismo del siglo XVI, sobre la contracción agrícola e industrial que puso al país a depender sin que nadie lo admita del negocio de la droga y del lavado de activos. Es urgente repensar el orden territorial para superar la maldición del centralismo. Y todo eso, ¿para cuándo lo dejaremos? Yo diría sí a este acuerdo precario e insuficiente siquiera para que por fin podamos hablar de otra cosa, para que por fin le abramos las puertas, no al futuro, sino siquiera al presente del mundo para las nuevas generaciones.

Se sabe que todo esto tendrá que pasar, tarde o temprano, por un proceso constituyente. Y hasta lo mejor es que no sea todavía, para que la ciudadanía, y sobre todo las nuevas generaciones, tengan tiempo de preparar ese debate apasionante. Pero yo señalaría desde ya una necesidad de método para superar el estilo que se vivió en la Constituyente del año 91. Hay que superar los vicios del santanderismo: eso de pensar que el orden constitucional es un mero tema formal y jurídico. No hay que debatir sobre el orden del país en términos meramente técnicos y jurídicos, eso corresponde más bien a un proceso final de redacción y de debate. De lo que se trata es de formular los temas y los problemas en términos directos y prácticos, en un diálogo que vaya mucho más allá de las disciplinas académicas, que tenga que ver con la vida real de los ciudadanos en este territorio y en esta época.

Estamos en el cuarto país más desigual del mundo; estamos destruyendo la más exquisita fábrica de agua del planeta; estamos permitiendo la extenuación de nuestros ríos; la economía extractiva está sacrificando el territorio; estamos en mora de asumir el desafío pionero de instaurar el cambio del modelo energético: nos dirán que ese es un desafío para los países avanzados, pero si fuimos capaces de echar a andar en su momento, hace más de un siglo, la segunda aerolínea comercial del mundo, por qué no vamos a echar a andar entre los primeros la energía eólica y la energía solar en esta franja privilegiada por el sol de la región equinoccial; un diseño económicamente irracional nos sigue dejando en manos del narcotráfico y del lavado de activos; estamos en mora de emprender un proyecto masivo de reforestación que podría ser un camino para brindar ingreso social y destino solidario a una multitud de cientos de miles de jóvenes que necesitan integrarse a la economía, a una dinámica de responsabilidad histórica y a un proyecto nacional con sentido global; estamos necesitando rediseñar nuestro modelo democrático para corregir los gravísimos males del clientelismo y de la manipulación de electorados, y para superar un esquema de indiferencia ciudadana y de apatía política que nace de la exclusión, de la corrupción y de la falta de pasión y compromiso; estamos urgidos de fortalecer un proceso de conocimiento y de orgullo del territorio, rediseñar nuestra agricultura, potenciar nuestra industria atendiendo a las prioridades ambientales de la época; necesitamos asumir el liderazgo que nos corresponde en un país que participa de las grandes regiones físicas y culturales del continente; tenemos tareas minuciosas y apasionantes para décadas, y es de eso que no quieren que hablemos, quieren que nos resignemos a la mezquina agenda que nos receta nuestra dirigencia, y a la que ella misma ni siquiera parece capaz de echar a andar. Superemos de verdad el conflicto, superemos las causas reales de tanta violencia, de tanto atraso y de tanta brutalidad, en el país con más desaparecidos del hemisferio occidental, exijamos también democracia ya, energías limpias ya, juventud con futuro ahora, que llegue el momento de debatir todos los temas, y que llegue por fin el día de la ciudadanía.

*Poeta, novelista, autor de libros de ensayo como Las auroras de sangre, ¿Dónde está la franja amarilla? y Pa’ que se acabe la vaina.

Tomado de elespectador.com

Continúe leyendo
Click para comentar

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *