Columnistas
Guerras en curso
Por Juan Diego García
Las ofensivas bélicas de Occidente no parecen arrojar como resultado una ocupación firme de los territorios agredidos como sucede en el colonialismo clásico. La ocupación estable no es el objetivo, al menos por ahora. En las guerras que los Estados Unidos y sus aliados llevan a cabo en Asia y África se manifiesta una constante que tiene en la simple destrucción su objetivo inmediato y casi único.
Por Juan Diego García
Las ofensivas bélicas de Occidente no parecen arrojar como resultado una ocupación firme de los territorios agredidos como sucede en el colonialismo clásico. La ocupación estable no es el objetivo, al menos por ahora. En las guerras que los Estados Unidos y sus aliados llevan a cabo en Asia y África se manifiesta una constante que tiene en la simple destrucción su objetivo inmediato y casi único.
Países antes prósperos y relativamente estables como Irak o Libia han quedado convertidos en ruinas y no precisamente por errores de cálculo, normales en toda contienda bélica. En realidad, en todos estos casos se repite un patrón que bien podría describirse con la consigna “destruirlo todo, arrasarlo todo”. La misma estrategia se repite en Afganistán y con ciertas variables se utiliza también en Pakistán.
En todos estos países las armas de Occidente dejan muertos, heridos, mutilados y desplazados a millones y naciones que ven desaparecer de la noche a la mañana sus infraestructuras básicas, sus principales fuentes de actividad económica y un trauma humano que afecta a ésta y a varias generaciones futuras. El caso de Irak es probablemente el más paradigmático. Del país floreciente de antes (aliado que fue de las potencias occidentales y para su desgracia devenido luego en obstáculo) no queda nada. Resulta muy significativa la táctica de eliminar cualquier foco de ciencia, técnica y cultura, una pérdida de la cual el país tendrá que reponerse a un precio inmenso. Profesionales, científicos, artistas y docentes irakíes a todos los niveles son expulsados de forma sistemática a los países vecinos o sencillamente eliminados en una operación que tampoco puede ser fruto del azar.
Occidente destruye pero resulta incapaz luego de asegurar siquiera la explotación tranquila de los recursos naturales (petróleo, sobre todo) de los países que agrede. En Irak y Libia ni siquiera se han podido restablecer los nieles de producción de antes de la agresión y nada sugiere que se vayan a alcanzar pronto; tampoco que el problema quite el sueño a los estrategas occidentales. Hasta hoy los únicos directamente beneficiados son el complejo militar-industrial y su expresión más perversa, las empresas de los mercenarios modernos (“contratistas”) que constituyen un ejército paralelo de paramilitares destinado a realizar sobre el terreno las labores de guerra sucia evitando el compromiso oficial.
A Occidente sus aventuras bélicas no parecen tampoco darle mucho resultado en Siria o en Ucrania. En Siria ha fracasado la actuación de agentes encubiertos y “personal especializado” dirigiendo o coordinando huestes primitivas e impresentables del extremismo más delirante del Islam. Otro tanto sucede en Ucrania con la práctica hegemonía política de los corruptos de siempre en santa alianza con grupos fascistas y criminales. Las potencias occidentales, por supuesto, justifican su actuación como “una lucha por la democracia y contra el terrorismo”.
Aunque Occidente no haya podido alcanzar sus objetivos en estos dos frentes, en Siria la táctica de “destruirlo todo, arrasarlo todo” deja como resultado un paisaje de desolación y muerte, un retroceso enorme en su desarrollo económico y una crisis humanitaria de dimensiones colosales. Recuperarse le va a costar a este país árabe un sacrificio enorme durante décadas. Para fortuna de los sirios y a diferencia de lo acontecido en Libia, en esta ocasión los rusos (y los chinos) se movilizaron ayudando al gobierno de Damasco a superar el desafío, al menos de momento. En el caso de Ucrania el balance para los intereses occidentales no es mejor sobre todo considerando que el operativo de los occidentales tiene como objetivo debilitar a Rusia, una potencia que sale airosa incrementando su territorio (con la adhesión de Krimea), asegurando su salida al Mediterráneo, fortaleciendo su posición ante Kiev y -no menos clave- incrementando las contradicciones entre Estados Unidos y la Unión Europea. En efecto, frente a Rusia no coinciden los intereses de gringos y europeos, sobre todo para Alemania que sigue creyendo en la utilidad de la “Schnaps Politik” que instauró en su día el canciller Willy Brandt.
El riego de convertirse en objetivo de la estrategia de “destruirlo todo, arrasarlo todo” no es menor en el continente americano si bien aquí experimenta cambios acordes con la situación regional. Las potencias de Occidente desarrollan en el Nuevo Mundo al menos tres estrategias diferentes. La primera consiste en fortalecer sus vínculos con aquellos países que les resultan más afines (México, Colombia, Perú, Chile, Honduras, entre los más destacables). Son vínculos de todo orden, desde los Tratados de Libre Comercio hasta la presencia directa de sus tropas y el control de instalaciones militares locales. La segunda estrategia está dirigida a los países de regímenes democráticos reformistas y con matices nacionalistas como Brasil, Argentina o Uruguay con los cuales se producen diversos roces por sus proyectos de integración regional y por su independencia en política exterior. En este caso Washington presiona pero no ahoga y maniobra tras bambalinas para propiciar un regreso a la jefatura del Estado de la derecha tradicional. En realidad estos gobiernos mantienen con matices mayores o menores la política neoliberal promovida por Estados Unidos.
La tercera estrategia es la abierta agresión contra los gobiernos progresistas de Venezuela, Ecuador y Bolivia, contra quienes se utiliza todo tipo de mecanismos desde los más tradicionales de fomentar al descontento, apoyar la paralización de la actividad económica, intentar obstaculizar el funcionamiento institucional y fomentar el golpe militar hasta las tácticas de agresión directa que incluyen asesinatos, terrorismo, el magnicidio, los típicos desordenes públicos que caldean el ambiente y, por supuesto – si todo lo anterior fracasa- la guerra civil y la intervención extranjera….naturalmente para traer “la paz y restablecer la democracia”.
En este contexto adquiere especial significación la derrota de la extrema derecha en las recientes elecciones presidenciales en Colombia. Aquí la intervención directa de los Estados Unidos resulta grosera en extremo y es inocultable la responsabilidad de Washington en el origen y desarrollo del conflicto bélico local que dura ya más de medio siglo. Además, el gobierno de Estados Unidos asigna a este país andino una función clave dentro de su estrategia continental. A los gringos les hubiese encantado un triunfo del candidato de Uribe Vélez de manera que en lugar de los posibles acuerdos con la insurgencia de las FARC-EP y el ELN y en consecuencia, una necesaria revisión de la presencia estadounidense allí, se hubiera continuado con la política militarista de exterminar la oposición armada y reprimir sin miramientos toda protesta civil con el pretexto de combatir el “terrorismo” y el narcotráfico”. En realidad, el triunfo de Santos no traerá de forma inmediata los cambios que el mismo candidato-presidente anunció en su campaña pero la continuación de los diálogos en La Habana y un proceso similar con el ELN (la otra fuerza insurgente) unidos a un clamor por la paz que gana cada más fuerza entre la población auguran noticias gratas en los próximos meses.
La firma de un acuerdo de paz en Colombia sería una nueva derrota de la estrategia de guerras interminables que fomenta Occidente, esta vez, sin dejar como herencia envenenada la destrucción que se registra en otras latitudes del planeta. De todas formas el pueblo colombiano ya ha sufrido la muerte de cientos de miles de personas (¿casi un millón?), registra el desplazamiento de más de seis millones (sobre todo de campesinos), la desaparición de miles de activistas sociales y la práctica de una guerra sucia que se traduce en tortura, cárcel o el exilio para la oposición. Este es el resultado de la “doctrina de la seguridad nacional”, del combate a muerte contra el llamado “enemigo interno”; es el fruto del terrorismo de Estado, una estrategia cuyo principal impulsor es precisamente los Estados Unidos.
Un enorme interrogante se abre para este país saber a ciencia cierta cuáles son los términos reales del supuesto apoyo que ofrece Washington al proceso de paz, sobre todo ahora cuando se incrementan los factores positivos para una solución política del conflicto armado entre el gobierno y las fuerzas insurgentes.