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La cruda verdad

Por Clara López Obregón  

Para superar el conflicto, la sociedad tiene que mirarse en el espejo de la cruda verdad. La guerra es atroz por antonomasia, y ninguno de sus intervinientes escapa a su torbellino degradante.

Con la cuenta regresiva hacia la firma del acuerdo final de paz este mes de marzo, se abre el 2016 en medio de la esperanza y la polémica alrededor del más audaz de sus capítulos, el de la justicia transicional. Por la catarata de críticas lanzada desde todos los flancos, un extraterrestre podría pensar que en el mundo, y en particular en Colombia, se tiene un modelo imitable de justicia impecable que los negociadores echaron por la borda para acordar la impunidad.

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Por Clara López Obregón  

Para superar el conflicto, la sociedad tiene que mirarse en el espejo de la cruda verdad. La guerra es atroz por antonomasia, y ninguno de sus intervinientes escapa a su torbellino degradante.

Con la cuenta regresiva hacia la firma del acuerdo final de paz este mes de marzo, se abre el 2016 en medio de la esperanza y la polémica alrededor del más audaz de sus capítulos, el de la justicia transicional. Por la catarata de críticas lanzada desde todos los flancos, un extraterrestre podría pensar que en el mundo, y en particular en Colombia, se tiene un modelo imitable de justicia impecable que los negociadores echaron por la borda para acordar la impunidad.

Resulta, sin embargo, que Colombia lleva desde 1974 intentando expedir reforma tras reforma de la justicia, sin haber podido concretar alguna que sea operante, precisamente porque lo que reina y no se ha podido o querido cambiar es la impunidad selectiva, que culpa a unos y exime a otros, según su estatus o condición y dando cumplimiento a la sentencia de Gaitán según la cual “la ley es para los de ruana”. El más reciente intento, de ingrata recordación, tuvo que echarse por tierra para evitar la impunidad programada para el centenar de parlamentarios involucrados en la ‘parapolítica’ y otros pecadillos.

El modelo de justicia transicional acordado en la mesa de La Habana contempla penas restrictivas de la libertad de entre 5 y 8 años para delitos graves cometidos durante los cincuenta años de conflicto armado por guerrilleros, agentes del Estado y particulares que integraron, financiaron, colaboraron o instigaron voluntariamente a los grupos armados ilegales. Consiste en un tratamiento simétrico en materia de consecuencias, pero diferencial según la categoría del imputado. La puerta de entrada a la jurisdicción especial prevista es la misma para todos y luce problemática por cuanto cada cual debe aportar su cuota de verdad y también de reparación para hacerse acreedor al tratamiento reconciliador pactado. Ya no valdrá la justificación de cada grave delito cometido en contravención del derecho de guerra sino su inhumanidad.

El caso de Bojayá es ilustrativo. Las Farc accedieron a la petición de las víctimas de pedir perdón por la masacre en que murieron 78 personas que se habían resguardado en la iglesia de la población. La comunidad aceptó el evento simbólico, no sin aclarar que ello no puede reemplazar la acción de la justicia transicional y que esperan que la Fuerza Pública y los paramilitares hagan lo propio. La primera, por la omisión en acudir a los reiterados llamados de ayuda, como lo acredita un fallo del Consejo de Estado; y los segundos, por haber utilizado a la comunidad como escudo humano para intentar protegerse del ataque de las Farc.

Para superar el conflicto, la sociedad colombiana tiene que mirarse en el espejo de la cruda verdad. La guerra es atroz por antonomasia, y ninguno de sus intervinientes escapa a su torbellino degradante. En un conflicto armado tan prolongado como el colombiano, en el cual, como lo señala el grupo de Memoria Histórica, “más que las acciones entre combatientes, ha prevalecido la violencia desplegada sobre la población civil”; la degradación por parte de todos los actores ha llegado a extremos inconcebibles. Sin entrar a hacer el análisis histórico de quien tiene, cual entendimiento, la realidad es que, a la luz del derecho y la razón, ninguno de quienes perpetraron graves delitos contra la humanidad puede reclamar legitimidad en su defensa.

Tampoco son de recibo las matemáticas del conflicto como medida para endilgar responsabilidades. La Comisión de Memoria Histórica hizo una primera aproximación en su informe, ‘¡Basta ya!’: 177.307 asesinatos de civiles, 40.787 muertos en combate, 27.023 secuestrados, 25.007 desaparecidos, 10.189 víctimas de minas antipersonas, 6.421 niños, niñas y adolescentes reclutados por grupos armados, 1.754 víctimas de violencia sexual y 4’744.046 personas desplazadas; con la anotación de que “la mayor parte de los secuestros los perpetraron las Farc; los desaparecimientos, la Fuerza Pública, y los homicidios y desplazamientos, los paramilitares”.

La justicia transicional solo debe servir de instrumento para superar el conflicto armado y “cerrar la fábrica de víctimas”, y no para darle la razón a ninguno de los actores, como pretenden algunos. Para ello se ha privilegiado una fórmula de justicia basada en la aceptación de responsabilidad con el reconocimiento de la verdad. Una cruda verdad que debe servir a la causa de la justicia en función de la reconciliación y no de la retaliación, como desafortunadamente se desprende de la acidez de la polémica en curso.

El Tiempo, Bogotá.

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