Columnistas
La Cumbre y el imperio
Por Juan Diego García
La reciente Cumbre de las Américas celebrada en Panamá escenifica bien la nueva correlación de fuerzas en la región y la decadencia de la otrora indiscutible hegemonía de los Estados Unidos. Eso, al menos en la esfera diplomática y mientras ésta no sea aquella de las cañoneras. Pero un análisis más detenido obliga sin embargo a considerar los límites reales de ese declive.
Para comenzar, los Estados Unidos siguen siendo la principal potencia militar en la zona sin comparación alguna.
Por Juan Diego García
La reciente Cumbre de las Américas celebrada en Panamá escenifica bien la nueva correlación de fuerzas en la región y la decadencia de la otrora indiscutible hegemonía de los Estados Unidos. Eso, al menos en la esfera diplomática y mientras ésta no sea aquella de las cañoneras. Pero un análisis más detenido obliga sin embargo a considerar los límites reales de ese declive.
Para comenzar, los Estados Unidos siguen siendo la principal potencia militar en la zona sin comparación alguna.
Tienen bases prácticamente en toda el área, su IV Flota controla los mares y es masiva la presencia aquí de sus militares, agencias y firmas “asesoras” (mercenarios) que le aseguran influencias decisivas sobre no pocos gobiernos de la región además de su control efectivo y directo sobre las fuerzas armadas, la policía y los organismos de seguridad locales. El riesgo de Rusia y China como amenazas militares es por ahora tan solo potencial aunque no desdeñable.
Tampoco es pequeña su influencia económica. Sus empresas están presentes en casi todos los sectores claves de la economía de estos países que dependen en buena medida de las tecnologías y los equipos que Estados Unidos les suministre; si dejaran de hacerlo sería un caos que por fortuna podría ser aliviado por China o Rusia pero no sin causar traumatismos y perdidas temporales importantes. Porque son China y Rusia las potencias que compiten con Estados Unidos por asegurarse influencias decisivas en la economía de la región, un factor que ya preocupa a la Casa Blanca entre otros motivos porque aún sus aliados latinoamericanos más fieles ya empiezan a buscar acercamientos con estas potencias emergentes. Primero Estados Unidos tuvo que admitir en la región la competencia de europeos y japoneses que le restaron protagonismo; ahora enfrenta la competencia sobre todo de Pekín, una potencia en plena expansión y por demás ambiciosa.
Estados Unidos y sus aliados occidentales cuentan además con una gran influencia cultural y de hecho monopolizan los contenidos de los medios de comunicación, un arma nada despreciable en los tiempos que corren. Nadie iría tan lejos como para desconocer que Washington ha fracasado en su objetivo de convertirse en la única superpotencia y hacer del presente “el siglo americano” pero precisamente por eso se agudiza su agresividad y se multiplican sus aventuras militares y sus intervenciones. Escuchando a Obama en Panamá nadie diría que es el dirigente visible de una potencia involucrada actualmente en varias guerras alrededor del planeta y que no da precisamente señales de querer abandonar esa vocación imperialista que tanto le caracteriza desde su mismo nacimiento como nación. Y América Latina y el Caribe no están en modo alguno excluidas como objetivo de la estrategia militar de los Estados Unidos. En el caso de Cuba hasta se hace explícito: se cambia de táctica respecto a la Isla pero no varían para nada las intenciones desestabilizadoras.
La derrota del ALCA no debe llevar a ignorar las estrategias que la sustituyen. Estados Unidos ha cambiado de proceder pactando por separado tratados de libre comercio primero con sus aliados más firmes (México, Colombia, Perú, buena parte de América Central, Chile) y al parecer hasta con Uruguay, y esperan pacientes la quiebra del Mercosur y la vuelta al redil sobre todo de Brasil y Argentina. Para Venezuela, por lo visto, se reservan planes aún más siniestros que incluyen la agresión militar si todo lo demás falla. A juzgar por la torpeza de sus aliados internos -la llamada “oposición democrática”- y el apoyo mayoritario de la población a la Revolución Bolivariana, esta es una alternativa que se debe considerar seriamente. En pocas palabras, el declive de su papel de gran patrón que dictaba las órdenes y señalaba rumbos al continente no impide que los Estados Unidos se mantengan activos contra todo gobierno que ose desafiarlos. El caso de Venezuela no es único: sus agentes también están hoy muy activos en Brasil y en Argentina, tienen a México literalmente controlado, hacen una presencia muy sólida en Colombia, acaban de desembarcar tropas en Perú, aumentan sus bases en Honduras y mantienen la ocupación de Haití y Puerto Rico.
Estados Unidos es entonces el actor principal en la denominada “ofensiva de la derecha” contra los gobiernos de progreso en el continente. Sus acciones se multiplican y nada hace prever que vayan a disminuir. En este contexto habría que tomarse con grandes reservas las palabras de buena vecindad de Obama en Panamá. Además, y este no es un detalle menor pues el ocupante de la Casa Blanca enfrenta crecientes dificultades internas por su política exterior inclusive entre las filas de su propio partido. Se le ataca por las derrotas en Afganistán e Irak, se le critica por el pésimo desempeño en Ucrania y Siria, por el caso de Libia, por los acuerdos alcanzados con Irán y por el cambio de estrategia en relación a Cuba. En tales condiciones ¿hasta dónde se puede dar credibilidad a las buenas palabras del representante del imperio cuando los poderes reales no las suscriben y van en dirección contraria?
Si el balance de esta Cumbre de las Américas no favorece a los Estados Unidos y muestra hasta dónde esta potencia ya no es lo que fue, probablemente por eso mismo resultan más impredecibles sus reacciones imperialistas, más temerarias sus aventuras militares y mayores los riesgos para las naciones que en este hemisferio apuestan por caminos de desarrollo diferente, por recuperar soberanía y por buscar nuevos socios en el mercado mundial para aumentar sus posibilidades.
El gobierno de Obama muestra bien los límites de la democracia burguesa y confirma que los estados a fin de cuentas no pueden ser más que fieles administradores de los intereses de los poderes reales. El mandatario de la Casa Blanca apenas manda; en realidad su autonomía resulta bastante reducida, sobre todo cuando por error o por ingenuidad afecta los intereses de las grandes corporaciones que lo han llevado al poder. En este caso, en particular las grandes corporaciones que están vinculadas a las finanzas, la industria de la guerra, al comercio de alimentos o de materias primas, que no tienen el menor interés en un mundo pacífico. Tampoco sus responsables asisten a las Cumbres ni proclaman intenciones de buena vecindad.