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La guerra y la paz ante la segunda vuelta presidencial

Por Campo Elías Galindo A.  

Desde fines del año pasado, cuando Juan Manuel Santos anunció su intención reeleccionista y los diálogos de paz en La Habana debieron prorrogarse de nuevo, quedó claro en todos los análisis  que el asunto de la  negociación del conflicto armado iba a ser el  eje de los debates electorales

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Por Campo Elías Galindo A.  

Desde fines del año pasado, cuando Juan Manuel Santos anunció su intención reeleccionista y los diálogos de paz en La Habana debieron prorrogarse de nuevo, quedó claro en todos los análisis  que el asunto de la  negociación del conflicto armado iba a ser el  eje de los debates electorales

del primer semestre de 2014 en Colombia. Ese vaticinio pareció desmentido por el mercado persa de los avales y las microempresas electorales para la elección del congreso el 11 de marzo. Sin embargo volvió a ser válido en la primera vuelta de las presidenciales que acaban de concluir, y para la segunda, ese tema de la guerra y la paz monopoliza como nunca antes la agenda política nacional.

Solo veinte días separan la primera de la segunda vuelta que disputarán Santos y Zuluaga. No es de esperar que la mediocridad del debate precedente cambie en esta recta final, y más bien la experiencia de situaciones similares nos anuncia nuevos codazos y zancadillas en la definición presidencial que se avecina.

El triunfo del uribismo en la primera vuelta se confunde de varias maneras con una derrota de la esperanza en un país moderno. En primer lugar, porque el candidato ganador no cree en la solución negociada del conflicto armado de más de medio siglo que ha marcado la historia colombiana, y en segundo lugar, porque es un aprendiz avanzado del “todo vale” en las luchas por el poder que practicó y sigue practicando su mentor Álvaro Uribe. Estamos ante una derrota transitoria de las negociaciones que avanzan en La Habana entre el estado y la insurgencia, a manos de una extrema derecha carente de escrúpulos éticos que apoya sus métodos en el miedo y en la calumnia a los contrincantes. Convertir esta derrota en definitiva es la apuesta del uribismo para la segunda vuelta de la elección presidencial, mientras las fuerzas que luchan por la pacificación, más diversas y dispersas, barajan estrategias que las conviertan en el actor político que incline hacia la paz la coyuntura nacional actual.

Como en todo episodio de segunda vuelta presidencial, las alianzas constituyen el juego determinante para las opciones en contienda. Una mirada a las cifras de la primera, hace pensar en un triunfo aunque no holgado de la política de paz el 15 de junio, que dependerá principalmente de la capacidad de movilizar a quienes se abstuvieron y quienes votaron en blanco el 25 de mayo.

El nuevo falso positivo del expresidente Uribe sobre dineros mafiosos en la campaña de su adversario y el espionaje ilegal contra la negociación de La Habana, convirtió en escandalosa la primera vuelta y le dio un ambiente de matoneo que favoreció a las huestes uribistas, redujo el nivel intelectual de la discusión programática y, arrojó una abstención del 60% que es de las mayores en la historia reciente del país, más alta incluso que la del 56% de las parlamentarias del pasado 11 de marzo.

El resultado electoral consolida una tendencia de estrechamiento del sistema político que podría agravarse con un próximo triunfo de Zuluaga. Ese sistema está sostenido por un tejido clientelista geográficamente distribuido en todas las regiones, que aprendió a aprovechar las olas de “prosperidad” para consolidarse y, por la manipulación de la ignorancia en los sectores más humildes para inducir miedos al cambio y a lo nuevo, incluída la paz. Gran parte del uribismo sobrevive por la necesidad subconsciente de un padre autoritario y severo, que muchos colombianos añoran para que los proteja del comunismo, del ateísmo, de los “terroristas vestidos de civil”, del “castrochavismo” y otras fábulas que la extrema derecha va inventando para alimentar los miedos de la gente. A ese ritmo el sistema político se va anclando con más fuerza al pasado, a la seguridad “democrática”, esa modalidad de guerra fría extemporánea que nos impuso a los colombianos durante ocho años un caudillo con aires de Mesías.

Esa parábola descendente del establecimiento político que se expresa en los altos índices de abstención y correlativamente en el triunfo de las derechas, produce un vaciamiento paulatino de opciones democráticas dentro de las instituciones, que las va convirtiendo en cascarones vacíos donde no se decide nada en favor de las mayorías ciudadanas. Esa es la percepción mayoritaria en la amplia masa abstencionista y la que ha votado en blanco en las recientes elecciones.

Lo que aparece claro es que la única opción que tiene el sistema político colombiano para oxigenarse, es decir, para recuperar legitimidad y hacer viable por lo menos una democracia liberal, es abrirse a la participación de sectores sociales y actores políticos nuevos en la construcción de un nuevo proyecto de país. Ese es el sentido fundamental de las negociaciones del conflicto armado en La Habana. El avance de los diálogos de paz significa hoy la posibilidad de entrar en una dinámica de reformulación de acuerdos nacionales que permitan pasar la página de la violencia y proyectar un futuro por fuera del círculo vicioso de los odios.

Las estrategias de la prolongación de la guerra, del recorte de garantías democráticas y del “todo vale” en el tratamiento a los contradictores, es decir, el cerramiento del sistema político a la oposición, es el camino suicida que la oligarquía uribista quiere imponerle al conjunto del estado. Ese es su norte y en esa perspectiva se apresta a patear la mesa de diálogos con las FARC. Esa fuerza social y política tiene una catadura premoderna que le impide concebir un proyecto de estado legitimado mediante la participación ciudadana y el estricto apego a las instituciones y a la ley.

Pero el fenómeno del abstencionismo en Colombia tiene otras facetas que son importantes de resaltar. Hasta ahora, la mayor participación ciudadana había ocurrido en los comicios presidenciales, lo que de alguna manera expresaba: primero, la prioridad que los votantes daban a la representación nacional respecto a la regional, segundo, la existencia de organizaciones partidistas nacionalmente definidas por opciones políticas de amplio espectro, y tercero, un imaginario sobre la política que alcanzaba a desbordar las relaciones sociales locales e inmediatas.

El mayor abstencionismo electoral en las presidenciales de 2014 respecto a las respectivas parlamentarias, expresa precisamente esa tendencia de crisis de proyectos, partidos y programas nacionales con capacidad de inclusión, en favor de un faccionalismo crónico que las clases dominantes del país habían empezado a superar hace más de ochenta años. El imaginario actual sobre la política en Colombia ya no abarca a la  nación; ahora es la microempresa regional y local su paradigma organizativo.

La microempresa electoral como paradigma organizativo, sin embargo, no es la causa sino el efecto de los protagonismos que recientemente se están barajando en la política. Es ante todo el  protagonismo de los poderes locales, adversos a un proyecto nacional moderno y unitario, los que vuelven al liderazgo político de la mano del uribismo. De esa organización que jactanciosamente se define como provinciana, pero agregarían quienes la han estudiado a fondo, provinciana insurrecta: algunos investigadores del fenómeno de la parapolítica, lo han señalado como expresión armada de la insubordinación histórica de nichos locales de poder, respecto a cualquier gobierno central que los quiera meter en cintura para adelantar un proyecto de unidad nacional moderno.

De manera que la crisis de la política dominante también se expresa en el faccionalismo que protagoniza la extrema derecha, el derrumbe del imaginario nacional y su reemplazo por la política al menudeo donde sus microempresarios se reparten la burocracia, el presupuesto público y los contratos con el estado.

Los días están contados para que este pueblo sumiso sea otra vez llevado al matadero, es decir, a la guerra interminable entre colombianos que promete continuar Zuluaga, el candidato de Álvaro Uribe. Pero aún es tiempo de reaccionar juntando las voluntades de paz que hay en todos los sectores de la sociedad y movilizando a aquellos abstencionistas dispuestos a votar por la convivencia y la solución dialogada de nuestros grandes conflictos. Hace doce años los ideólogos de la violencia les vendieron a los colombianos la idea de acabar con las FARC por la vía militar. Ocho años tuvieron para hacerlo y ahora quieren que les demos otros ocho, y así sucesivamente porque al fin de cuentas, su guerra la hacen con hijos ajenos, con los hijos de los pobres.

La solución negociada del conflicto armado es una  necesidad histórica de la sociedad colombiana. Cualquier “pero” encierra una mezquindad. Toda guerra es en sí misma una situación de impunidad descontrolada donde unos contrincantes se aplican mutuamente sus propias “justicias”; si fueran los jueces los que definieran el final de las guerras, o quienes las negociaran, ellas serían eternas; todas estarían vigentes. La única salida posible es la paz política y negociada, donde la justicia cumple un papel accesorio y se aplica en función de la convivencia misma. Los colombianos no nos podemos dejar confundir como hace doce años por los justicieros de ocasión, que repartieron impunidad mientras gobernaron y ahora que no lo hacen, posan como campeones de la severidad penal. Ellos permitieron que Mancuso, Báez y compañía intervinieran en el congreso de la República de Colombia, pero ahora niegan la misma posibilidad a insurgentes que hayan firmado la paz y abandonado las armas.

El debate para la segunda vuelta de las presidenciales está prendido. No está en juego el asunto de la ética pública y la corrupción, pues ambas campañas se han ensuciado lo suficiente en la contienda, sin mencionar sus cuestionadas trayectorias y sus aliados de dudosa reputación. Tampoco está en juego el modelo económico, ya que el libre comercio, los TLCs, el extractivismo, las privatizaciones y la “confianza inversionista” constituyen el credo de ambos candidatos. Lo que sí divide y tiene carácter decisorio en este certamen es el tema aún más crucial de la paz nacional. Después de sesenta años de violencia, un acuerdo de paz significa una línea divisoria de aguas, el final de muchos procesos y el inicio de otros, una luz al final del túnel que alumbrará sobre la economía, el ordenamiento territorial, la cultura y principalmente, sobre el orden político y la tramitación de los conflictos sociales.

No es desde luego, la primera vez que la presidencia en Colombia se juega alrededor de los asuntos de la guerra y la paz. Pero nunca las alternativas habían sido tan opuestas y polarizadas, ni habían tenido lugar en simultaneidad con una negociación. La ruptura de ella y ocho años más de seguridad “democrática” podrían ser un costo definitivo que paguemos como sociedad, si no frenamos a tiempo el avance de una extrema derecha que necesita un enemigo armado al cual amarrar su propio discurso. En otras palabras, el uribismo necesita a las FARC como al aire que respira, mientras los ciudadanos necesitamos desarmarlos a ambos mediante un diálogo nacional que nos permita a todos algún día amanecer en paz.

28 de mayo de 2014.

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